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¡Qué calidad!

Carlos Burgos

Fundador

Televisión educativa

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–Muéstrame los zapatos que andas y te diré si te los hizo Silverio – decían algunos vecinos del barrio donde vivía Silverio.

Transcurrían los primeros cincuenta años del siglo pasado en la apacible ciudad de Cojutepeque, site cuando florecían los productos del calzado.

A finales del siglo diecinueve, ask en 1890, ingresó al Convento de la iglesia de San Juan, un niño de once años que respondía al nombre de Silverio Portillo. El párroco José María Martínez lo puso a aprender el oficio de zapatero. Ese niño procedía del valle Soledad, del municipio San Rafael Cedros.

Silverio aprovechó al máximo su tiempo y siete años después, en 1897, fundó su propio taller de zapatería, que le dio fama de excelente artesano, serio y responsable, por lo que incrementaba su clientela.

Sus familiares habían quedado en el valle de Soledad. Cuando su madre, Francisca Portillo de Laínez enviudó, Silverio dispuso ir a traerla, lo mismo que a su hermana menor María Laínez para que ambas vivieran en el mismo techo de Cojutepeque.

María fue la madre de nuestro amigo Jorge Buenaventura Laínez, maestro y escritor cojutepecano, quien se destacó en el ministerio de Educación. Su tío Silverio lo apoyó en sus aspiraciones estudiantiles como un padre.

Don Silverio organizó su taller en el barrio El Centro donde colocó el rótulo «Zapatería de Silverio Portillo, fundada en 1897». A veces agregaba otros rótulos como «Se encuaderna con miel de abejas». Uno de sus hijos, Antonio Portillo, a quien llamábamos «Tocino», fue nuestro compañero de estudios en el Instituto Nacional. Era serio y no tan amigable.

En su taller don Silverio enseñó el oficio a muchos jóvenes, fue un excelente preceptor, artesano, franco y campechano. En la década de los años cuarenta, un hombre llamado Juan, que no era del pueblo, llegaba con frecuencia a su taller a platicar con él, y observó la calidad de los zapatos que producía.

Cierto día le pidió que le elaborara un par pero con materiales de primera. En esa época, un par de zapatos de hombre costaban diez colones, en promedio. Don Silverio le tomó medidas: largo, ancho en dos secciones y grueso en tres posiciones, todas del pie derecho, luego tomó las del pie izquierdo.

–¿Cuánto me costarán, don Silverio? – le preguntó Juan.

–Para vos que sos conocido te costarán veinte colones.

–¿Tan caros?

–Los materiales de primera están caros y los coceré a mano para que te duren más.

–Está bien, pero se los pagaré dentro un mes.

–En ese caso, por ser fiados, te costarán veinticinco colones.

–¿Más caros?

–¿ ? – don Silverio solo encogió sus hombros.

–Aceptaré, la próxima semana regresaré por ellos.

Don Silverio se esmeró en producirlos con la más alta calidad. Transcurrida la semana, Juan llegó por sus zapatos. Al entrar los vio sobre una mesita: elegantes, brillantes, con su color destellando luces.

–Me los llevaré puestos – le dijo Juan, se los puso, amarró, y caminó para un lado y para otro.

–Confortables, ¿verdad? Como que en tus pies han nacido – concluyó don Silverio.

–Así es – respondió Juan –. Lo recomendaré con mis amigos para que vengan a encargarle otros.

Juan se retiró, bien catrín, con sus elegantes zapatos nuevos. Don Silverio salió a la puerta para mirarlo. Se quedó meditando «Qué calidad de zapatos lleva, originales, únicos. Por eso la gente dice: Muéstrame los zapatos que andas y te diré si te los hizo Silverio».

Pasó un mes y Juan no se acercó al taller. Pasaron dos meses y don Silverio pensaba que iba a llegar. A los tres meses su esperanza comenzó a palidecer. Después de un año platicaba con sus amigos sobre el engaño que le hizo Juan, pero con resignación se carcajeaba:

–No me los pagó el hijue… pero se los metí caros.

–Fíame un par – le dijeron sus amigos.

–No, ustedes por ser amigos de verdad me los pagarán por adelantado.

 

Y siguieron carcajeándose.

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