René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Un día de estos -y quien dice eso dice que no recuerda la fecha exacta del evento, pero que no fue ayer- mientras, en una tertulia improvisada, discutíamos la política camaleónica y sobre cómo un individuo, enloquecido por la miel de una inmerecida autoridad burocrática, puede frenar las ilusiones de miles de personas –asesinándolas, exiliándolas, negándoles el estudio o acortándoles la juventud- el señor fiscal de la UES preguntó, a quemarropa, como quien lanza una granada fragmentaria en un funeral: ¿qué es ser de izquierda? La respuesta no es simple y, a mi entender, demanda formularla de forma concreta: ¿qué es ser de izquierda o qué debería significar ser de izquierda? ¿Qué es ser de izquierda o cómo actúan los que hoy se hacen llamar de izquierda? Esas no son preguntas análogas y, por tanto, no tienen la misma respuesta. A mí me interesa, por razones utopistas que pocos entienden, responder la pregunta que se formula a sí misma otras preguntas y que hubiese querido se hiciera (¿qué debería significar ser de izquierda? ¿Cuáles adjetivos o palabras hay que usar sin ser ingenuo? ¿Hasta dónde se debe practicar ser de izquierda?), sobre la base de lo que aprendí en los años 70 y 80 como premisa del suicidio que implicaba organizarse en las estructuras revolucionarias de entonces.
Después de tantos años de vivir lejos de la utopía, por abandono de los principios esenciales de quienes la representan oficialmente, puedo afirmar que vivimos en peligro, tanto como cuando los militares eran la imagen de dios aquí en la tierra; que vivimos un enorme reto ideológico y cultural que pone en entredicho las razones de la guerra civil y sus muertos como ofrenda. Yo creo que es la hora propicia para pensar en una izquierda distinta con una ideología que siendo distinta sea la misma: la lucha y entrega a la revolución sin fines de lucro, lo cual se logra cuando la ideología tiene a la base la cultura de la solidaridad, lo que obliga a preguntarme si debo usar categorías sociológicas como: movimiento estudiantil universitario y río Sumpul.
No puede ser que, después de tanta sangre derramada y tanta tumba sin muerto, la utopía sea muerte, o sea vida con lucro personal o incompetente competencia que, en ambos casos, tengan como mérito tener dos nalgas en la cara que carezcan de metáforas para redactar por las noches el poema más triste sobre un país que quiere ser alegre. La utopía es felicidad compartida y entrega incondicional al interés social, con eso inicia ser de izquierda. En la actualidad (haciendo referencia al caso de muchos que se tomaron por asalto la bandera de la revolución para obtener ventajas salariales) el ser de izquierda viviendo como alguien de derecha explica el porqué del retroceso de los partidos de izquierda y de los movimientos populares que han sido cooptados (o se les ha mandado a luchar contra molinos de viento) tanto en El Salvador como en otros países de América Latina que ya no tienen canciones audaces.
Cuando se es de izquierda (así, a secas, sin decir si pertenecemos a un gremio, a un partido, a un sindicato, o si somos simples militantes del tiempo que corren el riesgo de caer en el abismo de la ingenuidad) perder terreno en la vida política y social debe ser una pausa para recobrar fuerzas y volver a comenzar todo desde donde originalmente partimos: el pueblo. Si se perdió terreno es porque se mereció perderlo por dejadez propia.
Ser de izquierda es una tarea vitalicia, no un pasatiempo, porque cambiar el mundo es una tarea consuetudinaria que, al final, nos puede dejar sin cambiar nada, pero el esfuerzo ha sido realizado, y ese esfuerzo sin horas de descanso es el que vaticina que la izquierda nunca está perdida del todo porque tiene hombres rojos y blancos y azules… y el cantón El Mozote. La historia de la lucha implacable es la historia de la izquierda que quiere contar la verdad, y esa lucha y esa verdad nos llevan por tiempos conservadores y tiempos progresistas como si fuera un péndulo de movimiento perpetuo. Esas dos caras del tiempo son las que, por oposición y conflicto, van deslindando qué es ser de izquierda y qué es ser derecha, y cada extremo tiene sus extremos: el de la derecha es el fascismo de las líneas del tren y el filo de las cuchillas; y el de la izquierda es el populismo de las pompas de jabón, que es cuando se confunden los deseos con la realidad que entiende de vanguardias, no de panfletos. Ambas condiciones son peligrosas por distintas razones que acaban en el mismo puerto sin muelle: el conformismo social e individual.
Corriendo el peligro de caer en la ingenuidad más bestial, o más sublime, yo respondo que ser de izquierda significa luchar por que no haya niños en las calles, ni jóvenes sin escuela o desayuno; construir una sociedad en la que no haya números primos que hagan especiales a unos pocos; que la cena sea un milagroso número irracional porque tendrá infinitas raciones; luchar a diario, con uñas y libros, para que la ciencia vista ropa usada y se ponga al servicio de las necesidades prioritarias del pueblo; construir la historia como albañil en lugar de sufrirla como ladrillo; vivir en la vecindad del bien colectivo en lugar de morir en la mansión del interés individual; repartir los bienes y servicios en función del trabajo realizado y nacionalizar la risa; cambiar las camas de hoy por los sueños de mañana; nacionalizar el amor y privatizar el odio; ser intrínsecamente comunal para comprar la ropa donde la compra la mayoría, no la minoría; saber que los altos cargos pueden, por protocolo, hacernos entrar a las mansiones a discutir la vida, pero sin olvidar que esas mansiones no son nuestras; luchar por que ningún niño se acueste sin cenar y que ningún niño se levante con frío; saber cuáles fronteras respetar y cuáles saltarse derribando muros; aplicar la ley e imponer los principios usando la necesidad y la agonía como sala de lo constitucional.
Ser de izquierda significa saber hasta dónde debemos practicar las verdades de la sociedad y la esperanza; es creer en la locura del bullicio y en el silencio del deseo; es creer en el sumiso demonio de los demonios de la emancipación y en el 30 de julio… porque eso es no tener miedo a perderlo todo.