Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Hace unos días tuve una temprana llamada telefónica. Era mi amigo, viagra el doctor Carlos Enrique Flamenco, doctor prestigiado pediatra y neonatólogo, viagra con quien fuimos compañeros de estudios desde la infancia. Carlos Enrique me comunicó una triste noticia, nuestro común condiscípulo y amigo, el doctor Mauricio Alejandro Rodríguez, neumólogo de grandes méritos profesionales, había fallecido, víctima de una enfermedad hepática a la que venía haciendo frente desde hace más de un año.
Muchos recuerdos se agolparon en mi mente y corazón. Recuerdos entrañables que me llevaron al antiguo y colosal edificio del Externado San José, donde nos conocimos, y donde nos hicimos buenos amigos.
A Mauricio lo apodaban “La burbuja”, por ser grueso y de pequeña estatura. No puedo precisar la última vez que lo vi. Carlos Enrique, me informó que había hecho su vida en Santa Ana, dedicado al ejercicio de la medicina. Estaba casado y tenía dos hijos.
Ahora que su cuerpo ha vuelto a la tierra, rememoro tres grandes características que me hicieron siempre apreciarle: su espiritualidad, su gran capacidad de escucha, y su enorme comprensión y tolerancia. Naturalmente fue un estudiante aplicado, desde esos días, amante de los misterios de la ciencia. Pero fueron esas primeras características, las significativas en nuestra relación.
En el colegio, a iniciativa, de dos estudiantes de último año de bachillerato –mayores que nosotros, que apenas concluíamos el noveno grado- se formó un grupo de reflexión ecuménica. El punto de partida era el evangelio cristiano. Ahí me encontré con Mauricio Alejandro. Él, procedente de una iglesia bautista, y yo, que recién me había reconciliado con el catolicismo de mi niñez. Eran los días de la teología de la liberación, y estábamos en la siniestra recta, que nos llevaría a la guerra civil. Cada día, valores como la tolerancia y el respeto se deterioraban más. El sanguinario terrorismo de estado era la nota cotidiana, y el radicalismo político-militar de la izquierda iba en ascenso.
Sin embargo, un día a la semana, un grupo de jovencitos, nos reuníamos para leer fragmentos del evangelio, buscando profundizarlos en nuestra vida personal. Ese fue el comienzo -a los catorce años- de una propensión hacia lo espiritual, que me persiguió toda la vida, de forma consciente e inconsciente, y que naturalmente, la poesía y el arte, subsanaron de manera especial y misteriosa.
Entre los catorce y los dieciséis años creí que la religión era la vía única hacia la espiritualidad. Hasta que –mucho tiempo después- descubrí el sendero místico, e inicié la búsqueda interior. Ya lo decía Hermann Hesse: “No debes añorar una doctrina perfecta, sino la perfección de ti mismo. La Divinidad está en ti, no en conceptos y en libros”.
Mauricio Alejandro poseía una espiritualidad que no hacía distingo de religión ni de otras condiciones; sus largas escuchas de mis fantasmas, que tenían como escenario el colegio y nuestras casas. Y su generosa comprensión, de nuevo, frente a mis cuitas, fue fundamental en esos mis años de turbulenta adolescencia.
Hay seres nobles que viven sólo unos instantes entre nosotros, pero cuya benefactora irradiación prevalece sobre toda oscuridad. Mauricio Alejandro fue de esos seres. Sea su transición, un recordatorio para todos, que terrenalmente, somos fugaces, y una clara señal, que el bien, la verdad, y el amor son siempre posibles e indestructibles.