José Acosta
Colaboración Voces en la Frontera
El gobierno de EE. UU., como otras entidades con alcance trasnacional, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, y la Unión Europea, se han esforzado por décadas en las tareas de fomentar el desarrollo económico y la reducción de la pobreza en los países “del tercer mundo” o “en vías de desarrollo”. Estados Unidos ha demostrado un interés especial en el desarrollo y la estabilidad de la región Centroamericana dado su proximidad y su consecuente importancia geopolítica. Como resultado, en países como El Salvador se ha invertido miles de millones de dólares desde la década de los 60 en proyectos orientados a “fomentar el progreso”, “disminuir la pobreza”, “promover la democracia”, “consolidar la paz” y más últimamente “prevenir la violencia” y “erradicar la pobreza” mediante un modelo de desarrollo que busca incorporar el país en la economía mundial.
Estas inversiones extranjeras, combinadas siempre con los esfuerzos organizados del pueblo salvadoreño, han logrado ciertos avances en el bienestar de la población. Sin embargo, El Salvador sigue siendo un país con mucha pobreza, mucha violencia, un déficit democrático, y niveles nefastos de desigualdad económica. Es decir, el modelo de desarrollo dominante que se ha logrado consolidar en el país, ha beneficiado a pocos, mientras ha explotado, marginado, o expulsado a grandes mayorías.
En vez de cambiar este modelo de desarrollo, que muchos llaman “neoliberal”, por privilegiar siempre un libre mercado por encima de otros intereses o factores, el cual sistemáticamente produce pobreza y fomenta la desigualdad en primer lugar, la reciente decisión de las instituciones de ayuda extranjera de los EE. UU., ha sido de incorporar más integralmente a los países receptores de fondos de ayuda en la responsabilidad de financiar y ejecutar programas de desarrollo económico y reducción de la pobreza: que los países pobres asuman con propiedad los procesos de su propio desarrollo.
La idea de los Estados Unidos es que si estos países tienen que invertir hacia sus propios caminos de desarrollo, ya no habrá tanto dinero desperdiciado, no habrá tanta corrupción, y los países pobres ya no serán pobres sino que se desarrollarían económicamente y serian contrapartes iguales en una economía mundial interconectada y mutuamente beneficiosa para todos los países, y ya no serian fuentes de inestabilidad, migrantes, y violencia.
Así que durante la administración de George W. Bush a principios de los 2000, se empezó a implementar los Millenium Challenge Accounts (Cuentas de Reto de Milenio), a nivel global. Estas “cuentas” ya no eran simples donaciones desde la USA hacia los países en vías de desarrollo, sino contratos en que los países receptores de fondos tenían que poner fondos propios hacia proyectos de desarrollo que serian financiados mayoritariamente por EE. UU. Además, los países receptores tendrían que cumplir con ciertos requisitos, como respeto a la libre expresión, procedimientos democráticos transparentes, eliminación de la corrupción, entre otros.
Dado su relación cercana con los EE. UU., El Salvador fue escogido para recibir un primer contrato del Reto del Milenio, en 2007, bajo la administración de Tony Saca. Los fondos de este contrato fueron destinados a la zona norte del país, donde una mayoría del financiamiento estaría destinado a la construcción de una “carretera longitudinal” que conectaría la zona al resto del país, y a otros países vecinos para potenciar el comercio, la conectividad, y la progresiva inserción de El Salvador en la economía mundial. La implementación de este programa generó resistencia de muchas comunidades al norte del país que temían que los proyectos de infraestructura destruirían sus comunidades y sus fuentes de vida, como ríos, cuencas acuíferas, y terrenos agrícolas. Sin embargo, el proyecto fue llevado a cabo en su totalidad. Las comunidades más resistentes a la construcción de la carretera —que incluso la calificaban como un “proyecto de muerte”— al final lograron negociar una ruta aceptable para su construcción que evitara mayor destrozo social o ambiental. Desde el lado institucional, el Gobierno salvadoreño logró cumplir con los requisitos, tantos financieros como institucionales.
A finales de 2012, cuando El Salvador estaba terminando su primero contrato de Fomilenio, los gobiernos de El Salvador y Estados Unidos ya estaban negociando un segundo contrato: el Fomilenio II, y este último que estaría destinado a implementarse en la zona costera-sur. Ahí también, el objetivo sería reducir la pobreza mediante el crecimiento económico, y como meta incrementar la productividad y competitividad del país en los mercados internacionales.
Fomilenio II empezó el 9 de septiembre de 2015 y finalizó el 9 de septiembre de 2020. Fue financiado con US$277 millones donados por el gobierno de los Estados Unidos, más una contrapartida de US$88.2 millones que deberían provenir del Gobierno de El Salvador, haciendo un total de US$365.2 millones.
Según el sitio web de Fomilenio II, a la fecha de finalización del convenio reportaba haber trabajado en más de 100 intervenciones, divididas en tres grandes proyectos:
-Proyecto Capital Humano, que incluyó principalmente la construcción de escuelas, la creación de bachilleratos técnicos vocacionales y la capacitación de docentes en diferentes especialidades.
-Proyecto de Infraestructura Logística, el cual comprendió la ampliación de 28 kilómetros de carretera, mejoras en un recinto fronterizo y otra infraestructura logística, así como la automatización de procesos y trámites aduaneros relacionados con el comercio exterior.
-Proyecto Clima de Inversión, como resultado de este proyecto se reporta 15 acuerdos de inversión privada, entre los que se destaca la formación y certificación de más de 900 técnicos en aeronáutica, construcción de plantas de tratamiento de aguas residuales, establecimiento de un sistema de riego para la producción agrícola y la realización de seis estudios de factibilidad para la creación de asocios público privados, entre otras inversiones.
En la etapa inicial del Fomilenio, este proyecto Clima de Inversión fue de especial preocupación para muchas comunidades y organizaciones sociales, porque se anunció que la apuesta sería incentivar la inversión privada, simplificando trámites, flexibilizando leyes y regulaciones para permitir a la empresa privada, realizar negocios con todas las facilidades posibles. Afortunadamente la creación de asocios público-privados y la implementación de proyectos de turismo a gran escala, no se llevó a cabo como se esperaba. Es muy posible que esto se deba a que el sector privado del país aún no estaba listo para realizar este tipo de inversiones.
Un tercer Fomilenio, si podría desencadenar una ofensiva de proyectos de infraestructura turística y de otro tipo, que indudablemente provocaría un gran impacto ecológico en los frágiles ecosistemas de la costa salvadoreña; sin embargo, todo parece indicar que una tercera intervención, tiene escasas probabilidades de suceder.
En primer lugar, porque se presentaron irregularidades en la etapa final del Fomilenio II. Como parte del convenio, el Estado salvadoreño debía asignar una contrapartida, el año 2020, pero esos fondos no fueron incluidos en el Presupuesto General de la Nación, por lo que el 9 de septiembre la Asamblea Legislativa asignó $55 millones provenientes de un préstamo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Para honrar dicho compromiso. Pero esto no sucedió porque, según la versión del Gobierno, los fondos se priorizaron para atender la pandemia por el COVID-19.
Por lo que a finales de noviembre, el ministro de Hacienda nuevamente solicitó a la Asamblea Legislativa la aprobación de $50 millones para el mismo fin. El 26 de noviembre la Asamblea aprobó, por segunda ocasión, dichos fondos, pero esta aprobación fue vetada por el presidente de la República, argumentando que no era posible disponer de esos recursos, de la fuente de financiamiento establecida por los legisladores.
Ante esta controversia, el 1 de diciembre de 2020, FOMILENIO II emitió un comunicado informando la suspensión de varios proyectos y advirtió de la posibilidad de que El Salvador entre en la lista de “países que no pueden honrar sus compromisos”, por la no asignación de fondos.
Si bien el convenio finalizó el 9 de septiembre de 2020, se establecía un periodo de 120 días para el cierre de oficinas y operaciones finales, por lo que todas las obras deberían ser concluidas en enero de 2021; sin embargo, en dicho comunicado se anunció que, por la falta de asignación de fondos, varios proyectos quedarían inconclusos.
Pero el 24 de diciembre la Asamblea Legislativa, después de un largo debate, aprobó el Presupuesto General de la Nación para el año 2021, por lo que el 20 de enero el ministro de Hacienda, junto a funcionarios de Fomilenio anunciaron que se reanudarían los proyectos suspendidos, y que serían financiados con fondos del Ministerio de Obras Públicas, además se dijo que estos concluirían el próximo mes de abril.
En segundo lugar, para optar a un nuevo Fomilenio, se requiere que el país cumpla por lo menos 10, de una lista de 20 indicadores. En la última evaluación El Salvador cumple 12 de estos indicadores, el problema es que el indicador “control de corrupción y buena gobernanza democrática”, es de obligatorio cumplimiento y según el director residente de país de la Cooperación Reto del Milenio, Preston Winter, en los últimos cuatro años El Salvador ha mantenido de manera consecutiva un incumplimiento del control de la corrupción.
El Fomilenio I y Fomilenio II han significado una contribución importante para El Salvador, especialmente en lo referido a la construcción de infraestructura y otras mejoras logísticas para la inversión privada. Sin embargo, estas son medidas que poco o nada contribuyen a reducir la pobreza, más bien profundizan un modelo económico que por décadas ha generado pobreza y desigualdad. Para reducir la pobreza, hay que reducir la desigualdad social, esto pasa por una reforma profunda del sistema tributario y por medidas efectivas de combate a la corrupción, de manera que el Estado pueda disponer de más recursos para financiar la política social.
El acceso universal a una educación de calidad, una efectiva cobertura de salud, un apoyo decidido a la agricultura familiar, la protección del medio ambiente, el acceso universal a vivienda digna y la provisión de servicios básicos de calidad, constituyen medidas que si pueden tener un impacto significativo en la reducción de la pobreza.
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