Luis Armando González
Pareciera que, treat de pronto, no rx la necesidad de evaluar –es decir, de realizar evaluaciones— se ha convertido en algo inobjetable. No es para menos: demasiadas cosas se hacen –o se promete hacer— sin que se conozca bien su resultado final. Ahora bien, este impulso hacia una “cultura de la evaluación” no debe llevar a creer que nunca se ha evaluado en el pasado o que las formas de evaluación vigentes o heredadas no tienen ninguna importancia o, en el mejor de los casos, son poco rigurosas y serias.
En realidad, viene de lejos la idea de evaluar un proceso o un resultado, y, con menor o mayor éxito, ha habido distintas formas de evaluar a lo largo de la historia. Incluso cabe la sospecha de que la irrupción de la “cultura evaluadora” esté dando pie no sólo a la idea de estar haciendo algo absolutamente novedoso, sino a una confusión acerca de lo que significa evaluar y realizar evaluaciones. He aquí unas cuantas reflexiones al respecto.
Lo primero que hay que recuperar –como en tantas otras situaciones en las cuales los términos que se usan son ambiguos o han sido manoseados excesivamente— el sentido básico de la palabra: (e) valuar significa valorar, dar valor a algo. Una palabra antigua expresa esto: “valúo”, usada en referencia a la determinación del valor económico de un bien.
El Diccionario del español actual (1999), de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, no recoge la palabra “valúo”, pero sí “valuable”(“que se puede valuar”, lo cual sucede “en toda clase de juicios en que se litiguen cantidades líquidas en metálico o cosas valuables”) y “valuar” (“determinar el valor de algo”). En alguna de la terminología vigente en El Salvador se suele decir “hacer el valúo” de una propiedad, lo cual quiere decir –siguiendo el Diccionario del español actual (1999)—“valuarla”.
Evaluación –un anglicismo que llegó para quedarse— es el acto de realizar un valúo, de asignar un valor. El diccionario del español actual (1999) señala: “evaluación: acción de evaluar”. En buen castellano: valorar, palabra más rica que (e) valuar, pues esta tiene una fuerte connotación económica, mientras que la primera tiene connotaciones morales que son imprescindibles a la hora de atender los asuntos humanos. Sin embargo, el término “evaluación” cobró vigencia asociado a la educación, en donde se lo utilizó, principalmente, para referirse a la medición (asignación de un valor) de los logros (resultados) de los alumnos por áreas de conocimiento y habilidades.
En segundo lugar, el ejercicio de valorar (valuar, evaluar) tiene como resultado la emisión de un juicio, una sentencia, una valoración. Es decir, el valorar o evaluar debe conducir a un resultado, el cual se deriva del acto de valorar o de evaluar. Las palabras “juicio” o “sentencia” no han sido puestas por azar: tienen un sentido judicial, pues precisamente eso es lo que hacen los jueces: emiten un juicio o una sentencia luego de realizar un ejercicio de valoración (o de evaluación) de las “pruebas” o “evidencias” que se les presentan. Esa valoración tiene varios componentes: consistencia, razonabilidad y cotejo con la experiencia (que en la actualidad recurre a criterios científicos), luego de lo cual el juez realiza su ponderación (asigna valor a las pruebas por separado y en conjunto) y emite su juicio o sentencia, que viene a ser el resultado de su evaluación.
En tercer lugar, la lógica de cualquier evaluación es la lógica de los jueces. Es una lógica que también se sigue en los sistemas educativos. (E) valuar (o valorar) a un grupo de estudiantes es emitir un juicio (una valoración) sobre ellos (sus logros, su aprendizaje, su inteligencia, etc.) a partir de un conjunto de “pruebas” que deben ser ponderadas (valoradas) por quien deberá emitir un juicio al respecto.
En un examen simple, las respuestas a las preguntas del mismo son las “pruebas” que los estudiantes dan al docente, cuyo juicio (sentencia) es la nota que él pone como calificación (precisamente, calificar es emitir un juicio que puede equivaler a un número: “10 = este alumno es excelente”; “6: este alumno necesita mejorar”). Esta calificación es justamente la (e) valuación que el docente hace del alumno, una vez que ha valorado (valuado) sus respuestas por separado y en conjunto.
En cuarto lugar, por lo que se ve, una buena evaluación descansa fuertemente en las “pruebas” en las que se apoya, para realizar su valoración, quien (e) valúa. De ahí la importancia de forjar unos buenos instrumentos que permitan recabarlas, con amplitud y detalle, pues a eso puede asegurar una mejor (e) valuación, un mejor juicio, una mejor sentencia.
Evaluar no es un ejercicio científico (estadístico o de otro tipo), pero determinados instrumentos y técnicas científicas son necesarios para recabar pruebas o evidencias firmes para una mejor (e) evaluación. Cuando un juez emite una sentencia acerca de la culpabilidad de alguien no está probando científicamente su culpabilidad, aunque su juicio descanse en pruebas científicas irrebatibles: está emitiendo una valoración sobre esa persona (sobre su culpabilidad y castigo) de la manera más fundamentada y razonable posible. Cuando un docente califica el aprendizaje de un alumno como insuficiente (y le coloca una nota de 5) no está emitiendo una opinión científica sobre el mismo –aunque se apoye en las mejor evidencia del rendimiento del mencionado alumno—, sino que está emitiendo un juicio basado en lo que él considera la mejor evidencia disponible.
En quinto lugar, son importantes –por lo dicho—las pruebas y las evidencias en las que se apoya cualquier (e) valuación. Recabarlas, procesarlas, sistematizarlas es clave para emitir un juicio de mayor y mejor calidad. Esas pruebas y evidencias pueden ser de distinta naturaleza; puede ser cuantificables con relativa facilidad o sólo cuantificables por analogía (dado su carácter fuertemente cualitativo).
No hay que confundir la evidencia y prueba reales (concretas), con el número al que ellas son reducidas –sobre todo, cuando se trata de evidencias o pruebas cualitativas—, pues en el último caso una medida (el número con el que pretende expresar una cualidad) puede tener consecuencias perniciosas en la comprensión de fenómenos complejos. Las escalas de inteligencia y sus usos deberían ser un llamado de atención para quienes no sólo quieren cuantificarlo todo, sino que confunden los números (las medidas) con la realidad. Hay cosas que aunque tengan una medición laxa y poco rigurosa, nos revelan (como evidencia) problemas graves que hay que atender. Más aun, hay fenómenos sociales cuya reducción a un número puede resultar contraproducente para comprenderlos a cabalidad.
Como quiera que sea, una buena recolección de evidencias (o pruebas) es crucial para realizar una buena evaluación. ¿Qué evidencias recolectar?
¿Qué instrumentos de recolección deben utilizarse? Depende de para qué se quieren la evidencias (o pruebas) que se van a recolectar. Es decir, depende del fin (del propósito, del objetivo) de la evaluación que se quiere realizar. Nadie evalúa en el vacío, sólo por evaluar. Siempre hay una finalidad. Esa finalidad debe estar clara tanto en evaluaciones parciales como en sistemas de evaluación. La finalidad de una evaluación debe determinar, por un lado, el qué se quiere evaluar. En seguida, ese qué a evaluar debe determinar qué evidencia es necesaria (y las que se debe recolectar) y cuáles instrumentos de recolección son más eficaces para ello (en el marco de unos recursos técnicos disponibles que pueden ir desde los instrumentos más básicos hasta los más sofisticados). Finalmente, el ciclo se cierra con el ejercicio de evaluación propiamente dicho (emitir un juicio, una valoración) que relacione las evidencias obtenidas (sistematizadas, consolidadas) con el objetivo que se persigue.
En sana lógica, es de desear que este ciclo se cumpla, respetando el lugar y tiempo de cada requisito. En ese sentido, no es correcto discutir sobre instrumentos de evaluación (que los hay en abundancia) o sobre la variada evidencia que se puede recabar con ellos y las múltiples formas de procesamiento que se pueden realizar con los datos obtenidos, si antes no están suficientemente claras la finalidad de la evaluación que se quiere realizar (“para qué quiero evaluar”: y ello porque una evaluación siempre es teleológica, siempre tiene un fin que puede ser instrumental, cognoscitivo o valorativo-moral) y, seguido de ello, “qué quiero evaluar” para lograr el objetivo que busco. Lo demás, como la carreta, debe ir detrás de los bueyes.
En suma, de lo anterior se sigue la necesidad de reflexionar y meditar –tomándose el tiempo suficiente— sobre la finalidad de cualquier proceso de evaluación y sobre qué es lo que se quiere evaluar. En el caso de la educación, ambas cosas no son ajenas a una determinada filosofía educativa, que es la que fija (se sea consciente o no ello) los fines (implícitos o explícitos) de la evaluación o evaluaciones vigentes, así como aquello que será evaluado. Una nueva filosofía educativa –inspirada por ejemplo en el humanismo y el Buen Vivir— debería conducir a una visión de la evaluación orientada por una finalidad no primordialmente instrumental, sino más de carácter cognoscitivo y valorativo-moral. Y esta finalidad –si es asumida— debería llevar a un replanteamiento de aquello que debe ser evaluado (del qué de la evaluación) y, a continuación de las evidencias (pruebas) que hay que recabar y a los mejores procedimientos, de entre los disponibles, para ello.