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¿Qué tipo de Democracia necesitamos construir?

Oscar A. Fernández O.

Las fuerzas populares, prescription search progresistas y revolucionarias, pharmacy no debemos permitirnos seguir apostando en el juego de la democracia burguesa, en el terreno que ellos han trazado y con sus propias reglas, pues esta solo disfraza la explotación y la desigualdad. Carl Schmitt (1930) reputado  intelectual de la política, fuerte simpatizante de los nazis, lo reconoció: la democracia y el liberalismo-capitalista son incompatibles, y para hacerlos compatibles hay que sacrificar a la democracia en nombre de la libertad liberal.

Por su parte, en un texto que revela con claridad el impacto que tuvo sobre el entonces joven Norberto Bobbio, intelectual militante marxista y antifascista en la Italia de los 30, el predominio masivo del movimiento obrero, con sus dirigentes y sus valores, en la Resistencia Italiana en el norte del país, explica: “Teníamos posiciones morales claras y firmes, pero políticas sutiles y dialécticas, y por lo tanto móviles e inestables, continuamente en busca de una inserción en la vida política italiana. Pero, en la sociedad italiana de aquellos años, nos quedábamos sin raíces. ¿Hacia quiénes nos orientábamos? Moralistas ante todo, preconizábamos una renovación total de la vida política italiana, a comenzar por las costumbres. Pero creíamos que para dicha renovación no era necesario hacer una revolución. De ahí que fuéramos rechazados por la burguesía, que no deseaba ninguna renovación, y por el proletariado, que no quería renunciar a la revolución. Por consiguiente, nos quedábamos frente a frente con la pequeña burguesía, que era la clase menos inclinada a seguirnos; y no nos siguieron”. (Anderson: 1986)

Este escenario, guardando las distancias del caso se asemeja a la realidad que enfrentamos las fuerzas revolucionarias y progresistas en El Salvador, obligadas a creer en las bondades de una realidad “democrática” que ha demostrado su debilidad y pide a gritos ser cambiada por otra forma de vida social solidaria e igualitaria. ¿Tiene, entonces, sentido seguir promoviendo esta democracia burguesa electorera, que se presenta agrietada y corrupta, evidenciando que de su estado “teórico-natural” queda muy poco y solo sirve para asegurar el poder conservador de la burguesía? ¿Estamos revocando nuestro proyecto de transformación revolucionaria en función de reparar sistemas políticos a punto de desmoronarse?

El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por quien tiene capital o se identifica con sus “necesidades”, mientras que la democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen capital ni razones para identificarse con las “necesidades” del capitalismo, sino todo lo contrario. El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general) (De Souza: 2013)

Al ser un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto distributivo: por un lado, el apuro por la acumulación y la concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus familias. La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres tomen el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para impedir que eso ocurra. La desesperación desestabilizadora mostrada por ARENA, a cualquier cambio es prueba de ello.

Han concebido la democracia liberal burguesa, como el modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron en el tiempo, pero mantuvieron su objetivo: sufragio censitario, primacía absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de seguridad y fraude, represión violenta de la actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby. Siempre que esta democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces. Recordemos el ascenso de la dictadura fascista en nuestro país.

Una de mis hipótesis (aunque cada día con más evidencias) es que el agotamiento de la democracia burguesa (liberal) se debe a tres factores fundamentales: el alejamiento de la gestión pública a las demandas sociales, pues la institucionalidad fue casi destruida por el ajuste estructural, estrategia pilar del modelo económico neoliberal y lo que quedó del Estado fue saqueado por la plutocracia “arenera”; la opinión política como voz de la organización social, prácticamente ha desaparecido quedando en el centro los grandes medios de comunicación, los cuales inducen la opinión de acuerdo a sus intereses y contra cualquier intento de transformación del sistema; la expresión electoral de la política ha sido mercantilizada para manejar las decisiones ciudadanas como una expresión de consumo y no una expresión de razón política, que permita a la masa un entendimiento de la realidad y su papel en la transformación de ésta.

En América Latina, a partir de las dolorosas experiencias dictatoriales, se diseminó la tesis de que la democracia liberal era la cúpula de la transformación democrática de las luchas populares, que más allá de la democracia liberal, de sus valores, principios e instituciones políticas solo existirían peligrosos desbordes populistas, caos, antagonismos, riesgos y regresiones autoritarias. Caímos en la estafa de que a partir de estas premisas, surgían “izquierdas democráticas” e “izquierdas no democráticas”, como si la esencia de nuestra lucha, no ha sido fundamentalmente contra hegemónica.

Se conformó, entonces, una posición defensiva, reactiva, minimalista, con una sensibilidad que estrechó considerablemente el horizonte utópico, que fue acercándose en cuestiones democráticas, y de manera no intencional, a la tesis del fin de la historia. En ciertos segmentos de la intelectualidad, el miedo y el temor al rechazo, a lo contingente, a lo inesperado, generó una búsqueda de certezas de orden, un asilo de seguridades que no inquietaran las concepciones hegemónicas de la democracia burguesa. Se sacrifica entonces la vida digna por una vida estandarizada, consumista, nihilista y “ligera”, que esconde un brutal lado oscuro: la exclusión y la marginación social. El discurso de muchas izquierdas “democráticas o responsables”, se sometió a este paradigma.

El asunto es que, un proceso revolucionario si es revolucionario de signo socialista, desafía radicalmente el “corsé” liberal de la democracia. Una democracia socialista desarticula el vínculo histórico- providencial entre democracia y liberalismo, cuestionando el panorama liberal de la política, de los sujetos de la política, la separación de las esferas económicas y políticas, el elitismo como base del programa liberal, el modelo de ciudadanía restringida, de representación excluyente, de relación entre mayorías y minorías, de desigualdad “natural” entre las personas, de miedo al Estado, de la cultura euro-céntrica machista de política liberal, que está en la base del individuo-propietario.

La democracia socialista es justamente la lucha por la profundización y la radicalización de la democracia social y participativa, con la finalidad de construir una sociedad justa, una sociedad cuyo horizonte utópico-concreto es la lucha de actores, movimientos y fuerzas sociales, edificando el bloque social nacional-popular en lucha contra la explotación del trabajo, la coerción política, la hegemonía ideológica, la desigualdad y exclusión social, la discriminación, la negación cultural y la destrucción de la naturaleza.

Una democracia radical, social y participativa, de amplia deliberación y protagonismo de multitudes: trabajadores y trabajadoras, indígenas, estudiantes, campesinos, precarizados, desempleados, mujeres, científicos, técnicos, empresarios y militares patriotas, sigue siendo percibida como una “amenaza revolucionaria” para la estructura de mando y explotación del capital. Pero esa, sin duda, es la vía para la construcción de una mejor república, de un mejor El Salvador.

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