Tania Primavera
Sexta avenida norte. La casa donde aún vivíamos los seis. Diciembre, hacía frío. Aunque las salidas intermitentes de papá eran clandestinas. Aunque estaba ya instalado el cuarto blanco prohibido y nosotros rompíamos las reglas y entrábamos. Llegaban los aires de la Navidad y Fin de Año. Mis dos hermanos en sus cuartos. Mi hermana y yo en los nuestros. Los árboles que eran cuatro, pertenecían en nuestro imaginario a cada uno. Dos niños y dos niñas. Dos eran de mango, altísimos, eran de mis hermanos mayores. El árbol de achiote, era el de mi hermana. Y el de limón, el mío.
Así, entre la alegría, del árbol natural. Y las fiestas de la época, destellos en la memoria de antes de los cinco años. La guerra afuera de la casa. La guerra avanzaba.
Un día, quise saber qué había en un cuete “fulminante”, según yo, podría cortarlo con una tijera y ¡ya! ¡Pero no! Se reventó en mis manos. Era una niña curiosa. Los conejos vivían ya en la casa que alquilábamos. Los pollitos. Capullito, el perro. Y quizás otros animales que no recuerdo.
Pero esa vez. Llego el día en que en esos tiempos habría mucha pólvora, muchos cuetes, como ha sido siempre en estos tiempos en El Salvador. Esto pasó en la ciudad de Santa Ana, ciudad provincial, antigua y elegante, donde vivieron presidentes, donde hubo pleitos de cafetaleros, donde Prudencia Ayala se fue a vivir ahí con su madre y estudió hasta segundo grado a finales de la década de 1890s. Ahí, donde el “niño bien” Ernesto Interiano guapísimo llegaba a caballo a las fiestas del Casino, y los mendigos le amaban porque compartía con ellos, les defendía y les ayudaba, y después la guardia lo mató en 1943. Ahí, estábamos en los años ochenta. Siendo y haciendo. Caminantes. Sin imaginar que pronto terminaría nuestra familia separada para siempre.
El árbol de Navidad era de verdad, olía el pino. Era grande. Algunos adornos eran en forma de monedas de chocolate.
Afuera, los vecinos jugando. Annie y Juan Guerra, Nelson Flores, y otros cerca como Los Macachiche, niños rebeldes de fama que eran más grandes. En esa casi última navidad, en esa cuadra de casas bonitas, tejados clásicos, y grandes corredores y patios, llegó la Noche Buena.
Reunidos afuera, a la hora de compartir y quemar los “cuetes”, entre tanto humo, y la niebla que hacían estos al quemarse, de repente, alguien comenzó a lanzar las “estrellitas” que son varillas como parecidas a las formas de los inciensos, y al encender son como estrellas de luz y pólvora. Alguien, no sé cómo, lanzó una o algunas estrellitas, y atravesaron el techo de tejas de nuestra casa, y cayó en el patio. Mamá había dejado ropa tendida y estaba seca, y comenzó el incendio.
¡Quemando
la
casa
en
Navidad!
Se logró calmar el fuego. Nos regañaron a todos. Pasó la noche.
Al siguiente día, el afán era, ir por las aceras y cunetas a buscar cuetes que no reventaron, que quedaron intactos para continuar jugando en la sexta avenida norte.
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