Para muchos, la ética (moral) y la política son como el agua y el aceite: no se pueden ni deben mezclar.
Y, en esa línea, sobran los que opinan que pretender usar criterios éticos para juzgar el ejercicio de un gobierno no revela más que una ingenuidad asombrosa, pues nada más ajeno al “es” de la política que el “deber ser” de la ética.
Por supuesto que la opinión mencionada no es la única; y es que en torno a la necesidad de relacionar la ética y la política hay posturas interesantes, que se remontan a los clásicos griegos y se continúan posteriormente –sólo para mencionar a cuatro autores de renombre— con Max Weber, Norberto Bobbio, Jürgen Habermas y Karl Otto Apel .
En el eje de reflexión propuesta por Weber y Bobbio, se pueden sostener planteamientos que atribuyen a la política una “ética de los resultados”, lo cual reviste un cariz instrumental que no puede obviar a la hora de evaluar a un gobierno: los logros reales de un gobierno para alcanzar la felicidad de sus súbitos y la paz de la República –como quería Maquiavelo— son la mejor medida de su eticidad. Pero también se pueden apuntar criterios que sin excluir la ética de los resultados incorporan elementos sustantivos cercanos a una ética de lo fines: criterios de justicia, de equidad y de inclusión, por ejemplo.
En realidad, dando por supuesto que las valoraciones éticas de un gobierno son posibles y necesarias, una combinación de una ética de los fines con una ética de los resultados puede ser un buen marco de referencia.
A la luz de ello, ¿cuáles pueden los rasgos característicos de un buen gobierno en El Salvador?
Antes de proponer algunos de esos rasgos no está demás decir que habrá quienes anoten otros, complementarios o distintos, pero lo importante es que no se pierda de vista que se trata de criterios éticos, es decir, de criterios universales (que apuntan al bien común, al interés general, al bienestar de las mayorías, a la justicia, a la igualdad y a la libertad).
Según exigencias de eticidad irrenunciables, hay que partir de criterios sociales y económicos, pues es en estos ámbitos que se juega la justicia real, el bienestar real y la igualdad real de la mayor parte de salvadoreños y salvadoreñas.
Partiendo de acá, puede considerarse como un buen gobierno a ese gobierno que hace lo social su principal prioridad, para lo cual define una estrategia de gestión que dé pie a políticas públicas orientadas a atacar los males sociales más graves, principalmente aquellos que tienen causas estructurales.
En sintonía con ello, un buen gobierno pone todo su empeño y recursos en paliar males sociales concretos, pero no pierde de vista el origen histórico de esos males ni las relaciones de poder económico (político y mediático) que los hacen posible, lo mismo que lo hicieron en el pasado.
Esa mirada hacia lo estructural (es decir, esa finalidad de atacar los problemas en sus raíces estructurales, sin descuidar los efectos inmediatos de esas dinámicas en la vida de la gente) es uno de los rasgos más destacables de un buen gobierno.
Perder de vista el horizonte estructural conduce, casi irremediablemente, al populismo, que agota su atención a los sectores vulnerables de la sociedad en medidas inmediatas y de corto plazo.
Esta alusión al populismo obliga a una acotación importante: éticamente, el populismo sale mejor librado que sus oponentes antipopulistas de derecha, neoliberales a ultranza, cuyo rechazo al populismo obedece a un desprecio hacia los pobres y marginados –los descamisados— a quienes se considera merecedores de su condición.
En términos éticos –como lo muestra la antigua y rica tradición de la moral occidental— dar algo al pobre, aunque sea poco, es mejor que no darle nada. Se le llama caridad: dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento. Sus hermanas gemelas son, por un lado, la compasión, que supone “compartir el sufrimiento de otro”, sin “aprobarlo ni compartir las razones, buenas o malas de su sufrimiento” y “negarse a considerar al sufrimiento, sea cual sea, como un hecho indiferente, y a un ser vivo, sea quien sea, como una cosa. Por eso la compasión es universal en su principio… esto es lo que la conduce a la misericordia…” .
Junto a la compasión, por otro lado, está la caridad, una de las virtudes teologales –junto con la fe y la esperanza— según San Agustín.
Su definición, desde la teología, es clara: “sentimiento promovido por el amor al prójimo (…) que impulsa a auxiliar con dádivas, cuidados o consuelos a los pobres o los necesitados. También significa dar limosna, hacer una buena obra, una obra de beneficencia, o de misericordia” .