Luis Armando González
Volviendo a nuestro tema, lo dicho sobre los fines estratégicos no quiere decir, por un lado, que se alcancen todos o los mejores resultados en los ámbitos en los que un gobierno realiza sus acciones a partir de la priorización que ha hecho de lo social. Naturalmente que es aquí donde la ética de los resultados es útil, por cuanto que permite evaluar en qué medida se avanzó hacia mayores niveles de justicia, equidad y bienestar colectivo, a partir de los recursos y capacidades disponibles.
Por otro lado, priorizar lo social no quiere decir descuidar otras dimensiones de la realidad nacional, que también requieren de la atención del gobierno, pero un buen gobierno debe intentar armonizar su quehacer respecto de esas dimensiones con su responsabilidad social, que es su principal prioridad estratégica. En ese sentido, un buen gobierno lo es porque, desde su apuesta por la sociedad, tiene la mirada puesta en un proyecto de desarrollo nacional incluyente e igualitario.
En otras palabras, un buen gobierno elabora y ejecuta su proyecto de desarrollo nacional –económico, político, cultural— desde la lógica y los intereses de los grupos y sectores sociales más vulnerables, pobres y excluidos. Un mal gobierno, lo hace desde los intereses de los más ricos y poderosos. Un buen gobierno hace lo contrario, pero aplica su visión de inclusividad a esos sectores ricos y poderosos: tienen que aceptar ser parte del proyecto nacional, pero no su parte más importante y decisiva a la hora de decidir la gestión y las políticas estatales.
En el ámbito político, un buen gobierno se caracteriza, en primer lugar, por inscribir su accionar en el marco de las exigencias del republicanismo democrático , a sabiendas de que el principio republicano y el principio democrático 1 no siempre son totalmente coherentes, justamente por la lógica específica de cada uno: control del poder por parte del primero, ampliación del poder del demos (a través de la ampliación de los mecanismos y los espacios de participación popular) por parte del segundo.
Por el lado de su compromiso republicano, un buen gobierno se asegura de cumplir con los mandatos constitucionales, asumiendo con responsabilidad sus propias atribuciones y respetando las atribuciones de los otros órganos (o poderes) constituyentes del Estado. Es decir, defiende, desde sus atribuciones específicas, el Estado de derecho, en el marco del cual la separación y control del poder es algo esencial2.
Por el lado de la democracia, un buen gobierno apuesta por promover formas y mecanismos de participación que permitan al pueblo (al demos) incidir cada vez más en la toma de decisiones estatales. Ya se sabe que las elecciones son un mecanismo importante de la democracia, pero también se sabe que la participación electoral no agota todas las posibilidades de participación política de los ciudadanos y ciudadanas. Un buen gobierno lo sabe y, sin dejar de dar el valor que le corresponde al principio de “una cabeza, un voto”, abre otros espacios para la participación, como las asambleas ciudadanas, la gestión en el territorio, el diálogo permanente con los gobernados, la rendición de cuentas a nivel local, entre otros.
Un buen gobierno, además, es consciente que hay decisiones de un enorme impacto social (porque están llamadas a cambiar, para bien o para mal, la vida de la gente) que deben ser sometidas a consulta ciudadana: precisamente, este es el sentido del plebiscito y el referéndum en sociedades en las cuales la dinámica democrática ha avanzado hacia mejores y mayores niveles de profundidad. Incluso, hay países como Islandia en donde estos mecanismos de participación, en el marco de la crisis financiera de 2007-2008, condujeron a una nueva Constitución que no sólo impone severos controles al poder político, sino que crea mecanismos de control también sobre el poder económico, principalmente el sector financiero.
Como anota Manuel Castells, “los islandeses se rebelaron, igual que la gente en otros países, contra una forma de capitalismo financiero especulativo que ha destrozado la vida de las personas. Pero su ira provenía de la constatación de que las instituciones democráticas no representaban los intereses de los ciudadanos porque la clase política se había convertido en una casta autorreproducida tan sólo preocupada por los intereses de la élite financiera y por la conservación de su monopolio sobre el Estado”3.
En ese sentido, la lógica de la participación popular en el poder –en el marco de la democracia representativa— es inevitable en cuando a su tendencia hacia la ampliación, no sólo en cantidad, sino también en calidad. El principio democrático conduce irremediablemente a una mayor participación del pueblo –a un aumento del número de quienes participan–, pero también a una participación cada vez más calificada en asuntos no sólo políticos, sino económicos, medioambientales, culturales y de política exterior.
Tradicionalmente, los detractores de la democracia temían a la multitud del pueblo en cuanto número. La palabra “chusma” (o “muchedumbres vulgares”, como también se dijo en tiempos antiguos) expresa bien ese temor, no exento de desprecio. De ahí que cuando la democracia moderna se comienza a abrir paso, hacia 1700 y 1800, el asunto sea, desde el lado de las élites de poder económico y sus representantes en la política, cómo contener la irrupción política de la “chusma”.