Luis Armando González
Desafío permanente para los grupos de poder económico y sus comparsas en la política desde aquellos siglos hasta el presente. Su gran preocupación ha sido el control del principio democrático, imponiendo restricciones de toda índole a la participación popular, comenzando con las restricciones al derecho de votar, mismas que con el paso del tiempo –y a partir de luchas populares— se han ido venciendo. Actualmente, quienes temen a la “chusma” se valen del republicanismo –del principio republicano— para contener, principalmente a partir de mecanismos judiciales y constitucionales, la profundización de la democracia, a veces inventando fórmulas que sólo la profundizan ficticiamente (como el voto por rostro o el voto cruzado en nuestro país) y a veces saboteando a gobiernos que están empeñados en hacer avanzar la participación popular más allá de la participación electoral.
Por otra parte, un buen gobierno tiene un compromiso irrestricto con los derechos humanos, lo cual se traduce esfuerzos permanentes por protegerlos en toda su diversidad –diseñando políticas públicas, generando espacios para su libre ejercicio, persiguiendo a quienes los violentan en los distintos ámbitos de la vida pública y privada—, pero también creando una cultura de derechos humanos que permee todos los poros de la sociedad, desde la familia hasta los entornos comunitarios, laborales, empresariales, educativos y mediáticos.
En este último plano, un buen gobierno se vale de todos los recursos a su alcance para posicionar en la estructura social, en la estructura del Estado y en la conciencia colectiva el principio de inviolabilidad de los derechos humanos, lo mismo que su promoción y defensa en toda la variedad que los constituye, comenzando con los derechos económicos y sociales, pasando por los derechos civiles y políticos, hasta llegar a los derechos culturales, a la memoria histórica, a la diversidad sexual, a las minorías, al uso del cuerpo, al medio ambiente y al espacio público.
Así las cosas, si se siguen los criterios señalados, cada quien puede hacer el ejercicio de evaluar a los gobiernos salvadoreños desde 1989 hasta la fecha, y sin duda alguna obtendrá resultados éticos aleccionadores. Es menester preguntarse, sin caer en idealizaciones fáciles –esas que piden una perfección imposible–, acerca de cuál gobierno o cuáles gobiernos, en los últimos 30 años, han hecho de lo social su principal prioridad, diseñando estrategias de gestión pública para atender efectivamente a los sectores sociales mayoritarios; también acerca de cuál gobierno o cuáles gobiernos han contribuido a profundizar el principio democrático, sin violar las exigencias (esenciales) del republicanismo, pero sin dejarse torcer el brazo por exigencias “republicanas” ficticias o manipulatorias; y por último cuál gobierno o cuáles gobiernos han posicionado y defendido los derechos humanos de manera notable en el ámbito estatal institucional, cultural y social.
Por último, cabe hacerse las siguientes preguntas: (1) la transparencia, la eficacia, la austeridad y la rendición de cuentas, ¿no son acaso también rasgos de un buen gobierno?, y (2) ¿qué decir de las “fallas éticas” relativas a actos de corrupción, malos manejos de recursos, consumo ostentoso y abusos de poder?
Sobre lo primero, se puede decir que transparencia, eficacia, austeridad y rendición de cuentas son rasgos de un buen gobierno. Pero no agotan, en cuanto dimensiones procedimentales, lo sustantivo que caracteriza a un buen gobierno, y confundir lo procedimental con lo sustantivo (o reducir lo segundo a lo primero) no es razonable ni abona a un análisis ético político global. Claro está que en un gobierno la forma y el fondo son importantes, y deben darse la mano de la mejor manera posible. Pero se trata de cosas distintas. Hay quienes pretenden agotar la discusión sobre un buen gobierno a partir de un examen interminable del acceso a la información o de exigencias casuísticas (e interminables) sobre la transparencia, mostrando un celo que no muestran en temas de justicia distributiva, elusión y evasión fiscales, concentración de la riqueza y bajos salarios. Algo raro hay en todo ello, sin duda alguna.
En lo que se refiere a las “fallas éticas” cabe decir que la ética moderna (como disciplina filosófica) es clara en hacer responsables de sus fallas morales a los individuos, por aquello que dijo Kant: “el cielo estrellado sobre mí, la ley moral en mí”. Las éticas ilustradas –opuestas a las éticas medievales— no admiten ni tribunales éticos ni una juridización de la moral. Es decir, las fallas éticas (léase morales) son responsabilidad de cada cual y la condena o absolución moral (que hace la persona de sí misma o que hacen terceros) no tiene ni puede tener (si es algo moral) una dimensión penal-estatal.
¿Quiere eso decir que si la persona roba, asesina o abusa de su posición no debe ser castigada por el Estado? Claro que sí, pero eso corre por cuenta de las instancias fiscales y judiciales. Las fallas éticas por definición no son delitos: un delito es una figura jurídica penalizada por el Estado. Convertir los delitos penales en “delitos éticos” (o a la inversa) puede dar lugar a una “doble legislación” que termina por sobrecargar al Estado. Es el caso de la Ley de ética gubernamental vigente en El Salvador. Prácticamente, todas las prohibiciones éticas anotadas en esa ley están contempladas en la legislación nacional.
Curiosamente, lo propiamente ético/moral [relativo a desprecio de los débiles, abusos de poder (en la esfera pública y privada), uso de lenguaje soez por parte de quienes tienen poder, abusos sexuales, promoción e imposición de cultos religiosos, discriminación por razones de credo, raza, religión y preferencias sexuales….] se deja de lado. Es decir, se legisla éticamente áreas económicas y administrativas donde ya hay una legislación civil y penal que sólo hay que hacer cumplir… pero no se abre ninguna puerta a la condena moral de prácticas a las que sí se aplica un juicio ético y que son difíciles (o hasta imposibles de legislar).
En realidad, la ética no puede ni debe tener competencias jurisdiccionales. Se aplica justamente a esos ámbitos de la vida en los cuales lo jurisdiccional no llega, porque son los ámbitos de la responsabilidad individual libremente asumida a partir de la propia “ley moral” que decía Kant. Una ley que por ser moral no es de derecho. Y ahí donde el derecho llega, es él el que castiga a quienes violan sus normas y exigencias.