Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
Desde esos días huraños que F. T. caminaba por el Bosque de Chapultepec, intuyó que siempre viviría al margen. Su corazonada reflejaba los grupos que se constituían para controlar soledades. Mundos imaginarios. Sólo su ingreso aseguraba poder, derecho de elegir y obtener cargos. Así sucedía en la escuela donde el sesentaiocho seguía vigente en todos los círculos. Cada quien lo vivía a su manera, aún si nunca faltaba la pasión en el debate. En lo informal, todos se reunían en la plaza al centro de la explanada abierta a las inclemencias del clima. En los pasillos, más cercanos a las aulas, las discusiones se calmaban y la voz decrecía. Formalmente, todos se reunían en la asamblea general en la que los estudiantes designaban autoridades, incluso profesores. Se había superado el protocolo burgués que imponía jerarquías universitarias, decían. Las decisiones las hacían en conjunto los mismos implicados en la enseñanza. Por eso los salones ya no llevaban nombres antiguos —Sahagún, Clavijero, etc.— sino el de los personajes que modelaban el fervor juvenil: Che, Lenin, Marx. Faltaban algunos menos ortodoxos. Censurados sin común acuerdo.
Los más radicales abogaban por un “libre aprendizaje” en un proceso tan “lento”, les decían sus oponentes, que jamás se graduarían. Pero ellos insistían en intentarlo para obtener la libertad absoluta de avanzar a su propio ritmo. “Lento aprendizaje”, los apodaban sus oponentes, quienes aseguraban que nunca se graduarían. Nadie los reconocería como profesionales, ni siquiera quienes abominaban lo burgués, pero calcaban sus anhelos burocráticos. Eso les replicaba Aracely, la más activa del grupo. Sindicalista empedernida, acusaba a los demás de arribismo al buscar plazas docentes, sin inquietarse por la cuestión política inmediata.
—Déjense de cuentos, les repetía en las reuniones incansables, de nada sirve andar reconstruyendo pirámides para turistas gringos, como Teotihuacán, si ni siquiera sabemos qué sucede en esta ciudad.
En esos días álgidos, había que recibir clases elementales de sindicalismo, argüía en altavoz, mientras inundaba el patio de mantas que desplegaría pintadas en la próxima manifestación.
—A Uds. les conceden créditos por cursos teóricos, mientras a nosotros que vivimos en la praxis diaria nos niegan el diploma. ¿Y a eso le llaman justicia? No luchan por la revolución, compañeros, luchan por su salario.
En la célula que había formado, estudiaban tácticas de huelga y manifestación, distribución de volantes y sindicalismo. Nunca faltaba su presencia activa en las protestas que interrumpían el tráfico en las arterias urbanas más transitadas.
—Hay que exigir mejores prestaciones sociales y romper el sistema imperante. Eso no lo logra la teoría sino la práctica. Hay que socializar los medios de producción, compañeros, alzaba el puño izquierdo. Por eso, en vez de leer esos manualitos soviéticos en sus clases, invitemos a los líderes sindicales, a los maestros en lucha, a los obreros. Ellos van a instruirnos cómo aplicar la antropología a los verdaderos problemas sociales de hoy. Ya déjense de recetarios estalinistas y establezcamos la alianza estudiante-obrero-campesino.
En otro extremo del “libre aprendizaje” se hallaban los hippies, cuyas propuestas diferían de la anterior. Ambos grupos sólo coincidían en su afán de autonomía y en suplantar la razón por la vivencia práctica. Al sindicalismo contraponían la experiencia de las comunas, hacia los pueblos aledaños como Cuajimalpa. Llegaban a vender productos naturales y artesanías que hacían ellos mismos: zapatos de llanta reciclada y cuero recién curtido, verduras, múltiples derivados de la soya. A los estudios teóricos proponían agregar la praxis de métodos olvidados. Nadie estudiaba las curanderas, las parteras ni los chamanes. Tampoco les interesaban las utopías que, desde la invención de América hasta Aldous Huxley, imaginaban otros mundos alternativos al actual. Había que cambiarles el nombre a varias aulas y llamarles “María Sabina”, “Peyote”, “Tomás Moro”, etc.
—¿Para qué quieren estudiar socialismos utópicos, objetaba la vieja guardia, si ahora existe el método científico? Debemos aprender el materialismo histórico y el dialéctico, si en verdad queremos avanzar hacia la revolución. Y ya ven cómo en la URSS este tránsito evolutivo es irreversible.
—Pero esa ciencia tan acertada, señor, no evitó el asesinato de Trotsky, aquí cerquita en Coyoacán, ni el Gulag por allá a lo lejos.
Le reclamaba un hippie a quien apodaban el Oso, porque se dedicaba a cultivar abejas y vender miel, asegurando que el mejor almíbar lo obtenía de la flor de marihuana. Pero ése la vendía a buen precio, ya que sustituía ciertas medicinas y químicos nefastos. Esos mismos que les llenaban las cuentas bancarias a las compañías farmacéuticas. Polen de la misma planta, muy nutritivo.
—Uds. les hacen el juego a las transnacionales. Sí, Uds. los marxistas, agregaba con furia. Por racionalistas se niegan a estudiar el chamanismo, las plantas medicinales de este país y las prácticas ancestrales que sustituirían la medicina europea que tanto elogian en su ciencia. Las farmacéuticas no las sustituye ninguna revolución socialista científica, ignorante como ha sido del saber ancestral. Uds. reproducirán las industrias capitalistas, nacionalizadas. Son príistas modernizados. Es todo. Neo-cardenistas de mala racha.
Poco metódicos y anti-académicos, los hippies jamás lograron nombrar aulas con nombres de su santoral, ni modificar la currícula, añadiendo clases de utopías, chamanismo, parterismo, medicina tradicional, psicotrópicos y misticismo. Así lo deseaban en un sueño sin concreción diurna. En la psicodelia que convivía con los hongos de María Sabina y el peyote huichol. Sólo lograron que, durante un par de semestres se impartiera una clase de ecología, destacando la interrelación de la sociedad y el ambiente. El curso se impartía al frente de la escuela, en el bosque mismo, para que todos los asistentes apreciaran cómo los efluvios naturales afectaban la razón científica. Sentados en el césped, estimulados por el zen.
Resultó más fácil que las luchas intestinas entre los marxistas justificaran la división entre la etnología y la antropología social. La una se inspiraba de los seminarios apostólicos al ofrecer un curso obligatorio de “El capital” cada semestre de la carrera; la otra, la leer a los clásicos. La ciencia jamás permitiría que las vivencias corrompieran la razón. Por eso, el secreto dictaminaba que los hippies exponían un mayor peligro que cualquier otra corriente. Su idea de revolución era tan retardataria que negaba la evolución histórica que culminaba en el materialismo dialéctico y en la sociedad soviética. En vez de avanzar, regresaba a lo primitivo y pre-científico.
Al oponente más singular lo llamaban Matatías por su credo profético y evangélico. Era el único que vestía de traje, salvo algunos antiguos profesores. Trabajaba de burócrata en una oficina estatal, ya que de alguna manera debía ganarse la vida. Lo distinguía también una barba iluminada de pelo largo, bien recortado. Ya era mayor y no disfrazaba su senilidad.
—Pero, miren, aclaraba, yo no soy príista. Si lo fuera me aplicarían esa canción que dice “vuélvete revolucionario y verás cómo triunfas en la vida”, o algo así. Ganaría el doble. Pero, miren, la cuestión no es simple. Aquí los verdaderos revolucionarios como Zapata no son marxistas. Los motivan ideas religiosas. Uds. las tilda de superestructura, de ilusiones, pero producen los cambios sociales.
Y luego se soltaba en una arenga interminable que mezclaba versículos bíblicos con textos marxistas. Aseguraba que la prédica profética precedía la comunista.
—Sin romances, vociferaba en las plenarias. Antes de ser marxistas, Marx era judío. No saben historia elemental. Por eso, debemos leer “El Talmud”, “La Torah”, el “Antiguo Testamento” y luego “El capital”. Entonces se darán cuenta cómo las revoluciones repiten ese mesianismo profético. Además —casi gritaba para acentuar su posición— los santos y la Virgen son más famosos que cualquiera de esos nombres que les han puesto a las aulas. Sean lógicos al aplicar su postulado histórico. La historia de México, La Llorona…
Casi nunca concluía sus intervenciones. El moderador lo interrumpía insistiendo que había agotado el tiempo establecido para cada orador. Entre citas del “Éxodo”, “en busca de la Tierra Prometida por la revolución” —apuntaba pese a las quejas del micrófono— y las “Lamentaciones” de Jeremías que exhortaban al cambio. A la búsqueda de un mundo mejor. Recitaba “El retorno maléfico” de López Velarde, “mejor será no regresar a la escuela, al Edén subvertido que se calla en la mutilación de sus peroratas ortodoxas”. Quería recordarles que su propia violencia y exclusión subvertirían todos los valores. Hasta repetirlos. Y dejar inconclusa la utopía de reconciliación que tanto ansiaban.
—Así es, confirmaba el Oso. Ya ven que formaron su seminario religioso de “El capital” y su sagrado respeto. Ni siquiera permiten la crítica ni la lectura de otros textos. Por eso, nos censuraron y prohíben que nuestros libros se distribuyan en clase. Niegan otros enfoques socialistas, porque difieren de los suyos. Hasta que lean “La isla” y su modernidad selectiva, hasta que estudien las misiones como la de Fray Junípero de Sierra, entenderán que no han descubierto el café con leche. Hay varias maneras de acercarse a la realidad y describirla. Hay que cambiarla de raíz.
—Eso es ficción. No es ciencia como el marxismo, lo descalificaban. Sólo por su estudio y aplicación construiremos la sociedad sin clases. La vanguardia del proletariado.
—¡Ah sí!, tan ficticia que utiliza las mismas letras, palabras. La misma gramática que tanto veneran en eso de que el monopolio es la última fase del capitalismo y pronto por automatismo productivo viviremos en la panacea.
Al exaltarse los ánimos, el moderador disolvía la asamblea general y los asistentes se retiraban entre murmullos reacios. Sólo se sosegaban en el folclorismo oficial, o el rock tildado de alienante. Era obvio que esa pequeña escuela no podía admitir que coexistieran tantas posiciones encontradas. Había que sobrevivir. El simple subsistir obligaba a desplazar las visiones demasiado agudas en su exigencia de vida, para instalar la ciencia verdadera. “Lo determinante en última instancia”.
Además, el tiempo pasaba y, en su revolución sinódica fatal, ese lapso fraterno refugiaba a quienes transcurrían por los pasillos colmados de pancartas. Matatías murió sin recuerdo. “Ahí nos vemos en el cielo”, rezaba el estribillo de una rola en boga. Escrita para quien creía que “el Cielo era su destino”. Con la comuna de Pandas, el Oso se retiró a cuidar colmenas y difundir la medicina ancestral. Aracely acabó de sindicalista escribiendo crónicas semanales de sus luchas.
En cuanto a F. T., sabía que todo trayecto concluiría en la Tierra Prometida de los comienzos. En la pérdida gradual de los amigos, de todos esos contactos juveniles, y en la Muerte solitaria. “Irás perdiendo de vista a todos aquellos —resonaba otra rola famosa—“que dijeron ser amigos”. Sólo en el diminuto pueblo de Comala —en la región de Aztlán— encontraría el reposo original. Al presentir el vientre de la Tierra, escribiría este relato en epitafio de re-volución. Juvenil y caduca. Su cuerpo inerte abonaría los nopales ocultos. Las tunas que alimentaban los ancestros, previo a su éxodo peregrino hacia el sur.
Debe estar conectado para enviar un comentario.