Esta es una historia que Jorge Vargas Méndez* escribió recordando a nuestro pastor, mártir y ahora Beato Monseñor Oscar Arnulfo Romero, y como estas, son muchas vivencias que millares de salvadoreños vivimos y que hoy, cuando celebramos el jubileo para la celebración del centenario de su natalicio, con facilidad se nos vienen a la mente. La primera entrega de este testimonio la presentamos en esta ocasión y el próximo martes lea la segunda.
Monseñor Romero… como yo te recuerdo
“Andate ya, Jorge, está oscureciendo y está peligroso”, me dijo ese día con su voz pausada y paternal, una de las personas que más influirían en mi vida. En realidad, no utilizaba ese nombre para referirse a mí sino el mismo que utilizaba la comunidad católica a la que entonces pertenecía y que también era usado por mi familia. Me despedí de él, y sus últimas palabras fueron: “Si ves a Roberto le decís que quiero platicar con él, que me busque”. Me acompañó hasta la puerta, lo abracé con ternura y respeto, él me echó su brazo sobre los hombros y me fui por las calles dominadas por el bullicio de una sirena que nunca supe si era de ambulancia o de un vehículo aterrador de la Policía Nacional. El sol, con sus rayos de naranja herida, se perdía moribundo por el volcán de San Salvador.
Esa vez había conversado con él sobre mis inquietudes, los temores y opciones de un joven que habitaba un país donde cada día aparecían cadáveres en calles y basureros, y donde desaparecían muchas personas de la noche a la mañana. Yo, le hablé de mis quimeras, de mi resistencia y mi esperanza; es decir, ya era poeta, pero aún no escribía, como bien apuntó el gran poeta chileno Pablo Neruda. Él, por su parte, me habló sobre la Mano Blanca que amenazaba su puerta y que, pese a ello, como auténtico romero, continuaría con su cayado sin claudicar predicando el evangelio y condenando la injusticia, el crimen contra el pueblo; es decir, ya era un Santo, pero él no lo sabía.
Fue ese día que recibí los consejos que definieron mis futuros días y que postergaron mi incorporación a un proceso que aún no para: la búsqueda de una sociedad más justa y humana. Pero también fue ese día que le escuché una de sus frases más proféticas. “Monseñor, ¿por qué no sale del país mientras se investigan esas amenazas?”, le dije. “No, hijo –dijo obviando el diminutivo con el que me llamaba acostumbradamente–. Un pastor nunca abandona a sus ovejas”. Y enseguida, mientras caminaba pausadamente haciendo círculos en la pequeña sala, pronuncio su frase lapidaria: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Y eso se ha cumplido, era un profeta. No hay duda.
Por esos mismos días también llegaron las amenazas de muerte a las puertas del grupo de catequistas. La final del torneo de fútbol, en el que participábamos a través del C.D. Estrella de Ciudad Delgado, se aproximaba. Teníamos que salir a la cancha llegada la fecha y eso nos ponía a la vista de los criminales. Un amigo árbitro se me acercó momentos antes del partido y me dijo: “Ahí andan unos hombres armados preguntando por usted. Yo digo que mejor no juegue. Váyase. Lo mismo le he dicho a Roberto Obando”. (Continúa)