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Recordando a nuestro pastor, amigo y mártir Monseñor Romero (II)

Jorge Vargas Méndez* escribió recordando a nuestro pastor, mártir y ahora Beato Monseñor Oscar Arnulfo Romero, y como estas, son muchas vivencias que millares de salvadoreños hoy narramos, en el jubileo para celebrar el centenario del natalicio de “San Romero de América”.

Monseñor Romero… como yo te recuerdo

(parte II)

Roberto se me acercó en el camerino. Estaba tranquilo, aunque ya estaba advertido también por la misma persona. “Dice Monseñor Romero que quiere hablar con vos, que lo busqués”, le dije. “Mañana mismo lo busco”, me contestó Roberto.

Y luego cambiando de tema, agregó: “Cuando estemos en la cancha no perdás de vista a esos policías de civil que andan por ahí. No les des la espalda para nada, aunque metás un autogol y perdamos el campeonato”. Se carcajeó. Pero al final no pasó nada. Eso sí, ganamos el campeonato. Roberto se reunió al día siguiente con quien pronto será formalmente San Romero de América.

A los pocos días, acaso dos o tres semanas después, me sacudió de súbito la noticia del magnicidio. Eran entre las 6 y las 7 pm cuando de pronto apareció en la puerta del aula el propio director del Instituto Nacional Nocturno “Gral. Manuel José Arce”, el profesor José Mauricio Flores, quien días después fue asesinado en el parqueo del colegio donde trabajaba durante el día. Lucía sobresaltado con un radio a transistores pegado a su oreja, y tras interrumpir la clase de Historia Universal y disculparse con el profesor, me dijo: “Vargas Méndez… una mala noticia”. Yo me puse nervioso y mi cuerpo comenzó a temblar. Entonces agregó: “Acaban de asesinar a Monseñor Romero. Calmate, calmate. Pero es mejor que te vayás ya. Tené cuidado”. Para entonces, la noche dominaba con su manto oscuro la ciudad, y otra vez sonaban las sirenas a lo lejos mientras en las calles rondaban los sicarios con sus hierros encendidos de odio.

Fui una y otra vez a ver su cuerpo yacente en el interior de la Basílica del Sagrado Corazón. Y el día de las exequias también me hice presente a la entrada de Catedral. Se me habían “pegado” dos niños de las “multis” de Zacamil, quienes ilusamente querían darle el último adiós al Pastor mártir. Nos ubicamos al extremo derecho de las gradas. Está claro que si yo hubiera sabido qué iba a suceder esa mañana no los habría llevado, aun contando con el consentimiento de sus familias.

Probablemente no hubiéramos salido ilesos e incluso con vida de aquella caótica marea humana, que se creó cuando comenzaron a caer los disparos desde los edificios aledaños a Catedral. Pero una mano hermana saltó de entre los cuerpos que caían sobre las gradas y me lanzó al suelo, junto a los cipotes que me acompañaban. Agitado, me regañó por haberlos llevado. Me dio unas instrucciones mientras estábamos sobre el piso y me dijo: “A mi señal, salen arrastrándose en esa dirección, no levanten la cabeza”. Y así fue. Nos alejamos, no sin mucha dificultad entre cuerpos humanos y muchos zapatos que empezaban a apilarse y que la gente abandonó bajo aquel tiroteo ordenado por el Estado. Aquella mano que apareció en el momento más oportuno era la de Roberto Obando Mejía, quien ya no se llamaba así. Se llamaba Mardoqueo después de haberse reunido con San Romero de América y luego haberse confesado.

*Poeta, escritor, integrante del Foro de Intelectuales de El Salvador.

*[email protected]

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