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Recordando la Piedra del Grito

Mauricio Vallejo Márquez

coordinador

Suplemento Tres mil

Como los cafés que se me hacen eternas esperas con los amigos, viagra así me ha sucedido con lugares a los que me encantaría regresar. El tiempo llega a bordar una enorme frontera infranqueable. Justo como las promesas que hacen los adultos a los niños, see los cuales aunque los grandes lo olviden jamás lo hacen los pequeños.

Extraño las barrosas calles del invierno en las zonas montañosas de Oriente, esas en los que no cualquier vehículo subía y más de una vez quedamos atrapados, pero el lugar era suficiente para el alivio y había algo cómodo para el espíritu: los árboles, la tierra, el cielo.

En las alturas de Ciudad Barrios me acompañaba Carlos Orellana a gritar. Sí, gritar desde la piedra del grito. Una roca que auguraba el lugar de comunicación antes que el celular se extendiera por todas partes.

“¡Heeeey, heeey, Chepeeeeee!”, gritaba don Carlos. Y al alrededor todo era árboles y un hermoso paisaje pintado por José Mejía Vides. Desde ahí se ven las islas del Golfo de Fonseca, algunas montañas de Honduras y Nicaragua, también el caserío La Joya del Matazano, por supuesto que San Francisco Gotera y Osicala. Todo un banquete de vista.

La subida de por sí, era un reto. Pero la brisa fresca rodeada de cafetales y vegetación era suficiente

Don Carlos Orellana no era Alvarenga, aunque había emparentado con el resto de los Alvarenga que habitaban aquel caserío del mismo nombre y trabaja de talabartero, además de mi guío en esas montañas.

Le dejé encargado un estuche para mi navaja, que probablemente no lo ha elaborado aún, así como sucedió en las tres ocasiones en que nos vimos después de dejarle el pedido.

“Es que como al tiempo nos vemos, yo pensé que no iba a venir”, me dijo las tres veces.

Ya van más de diez años de ese último viaje, y aunque quisiera regresar, el tiempo seguro ha forjado una férrea distancia entre esos días y hoy. Diez años sin saber de la gente puede cambiarlo todo. Don Carlos no era un jovencito, tenía 51 años, así que seguramente puede que no lo encuentre. Tal vez se animó a cruzar el río Grande del Norte, o cambió de vivienda. “Los días son duros”, me decía. Pero, me encantaba su vida, verlo ahí trabajando el cuero, dando martillazos delicados y precisos, cortando con la navaja y la brisa dando testimonio de la tranquilidad de aquellas tierras. ¿Será que seguirá igual aquella bonanza? No lo sé. Sin embargo aquella década que viajaba tanto por el Oriente sigue en mí, aunque ya no regrese físicamente, si cierro los ojos me veo aún haciendo equilibrio en esa mítica Piedra del Grito.

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