Luis Armando González
El 16 de enero recién pasado se conmemoró el XXVII Aniversario del asesinato de los jesuitas de la UCA, lo mismo que de Elba y Celina Maricet Ramos. Cada vez que llega esta fecha, vivencias importantes –ligadas a los jesuitas asesinados, especialmente al P. Ellacuría, a Amando López, a Juan Ramón Moreno y a Segundo Montes—irrumpen en mi memoria y me hacen preguntarme qué es lo que me ha quedado de ellos y qué es lo que más recuerdo de mi vínculo con quienes fueron mis maestros y referentes intelectuales y éticos durante una etapa importante de mi vida.
En este XXVII Aniversario de su asesinato me he tomado un tiempo –como en otras ocasiones—para meditar sobre algunos de los aspectos que más recuerdo de esos hombres de saber y de compromiso ético extraordinario.
Inmediatamente, lo que viene a mi mente es que fueron eso: hombres de saber y de compromiso ético. Lo primero lo cultivaron con rigor, disciplina, dedicación y constancia.
Hicieron una apuesta por la racionalidad, el análisis y las pruebas pertinentes para fundamentar sus juicios y conjeturas acerca de los campos de conocimiento en los que se desenvolvían (teología, filosofía, psicología, sociología), pero sobre todo en sus posicionamientos acerca de la realidad nacional.
La ligereza analítica, la inconstancia académica, la superficialidad, la pose, la dejadez, la poca seriedad y la indisciplina en el estudio eran algo intolerable para estos hombres dedicados, con toda la seriedad del mundo, al conocimiento. Con eso mostraban su respeto por el saber.
Lo segundo ponía de manifiesto sus valores más profundos, entre los cuales la justicia ocupó un lugar primordial. Compromiso ético con la realidad nacional y sus problemas, compromiso ético con las víctimas de abusos de los poderosos en el ámbito económico y de sus secuaces en las esferas política y militar, compromiso ético con los cambios necesarios en orden a atacar desigualdades estructurales, pero compromiso desde el saber y a partir del saber.
No eludieron los conflictos ni evitaron tomar posición cuando consideraron –desde su saber y desde su compromiso ético— que era necesario hacerlo. No jugaron a la neutralidad o a considerar que todos los actores nacionales o internacionales eran igualmente malos o lo eran en términos absolutos. Desde el criterio de lo que era mejor para la mayor parte de salvadoreños juzgaron a los actores políticos y económicos. Y estuvieron dispuestos a acompañar críticamente a actores y proyectos que estuvieran en mejor sintonía con los intereses y bienestar de los sectores sociales mayoritarios.
Fueron realistas acerca de lo que se podía conseguir en cada momento histórico, dados los condicionamientos, márgenes de maniobra y limitaciones humanas propios de cada época y circunstancia. Ellacuría decía frecuentemente en sus clases que la realidad histórica y personal da de sí aquello que está en el marco de sus posibilidades. Y este realismo le permitió medirle el pulso al país y sumar las capacidades de la UCA a esfuerzos de envergadura nacional como, por ejemplo, la (frustrada) Transformación Agraria del gobierno del coronel Molina o la iniciativa de Monseñor Arturo Rivera Damas con el Comité Permanente del Debate Nacional por la Paz (CPDN). Esos son apenas dos ejemplos, entre un mar de ellos, de cómo bajo la conducción de Ellacuría la UCA no se quedó en posición de “francotiradora” lanzando críticas furibundas, desde la colina de la academia, a quienes –sin importar el bando— dirimían sus diferencias en el “lodazal” de la política.
Ante juicios generales, globales y carentes de matices Ellecuría replicaba con una de sus frases preferidas: “distingo”, decía. Tenemos que ver matices, continuaba. Tenemos que analizar, ver diferencias. Y tenía razón, si no se ven diferencias –por incapacidad analítica o por haraganería intelectual—todo nos parece igual, y si todo nos parece igual no hay manera de tomar posición.
En todo caso, la posición más cómoda es la del “francotirador”: desde la colina inaccesible (protegida, blindada) en la que se encuentra situado puede disparar sus dardos demoledores a todo lo que se mueve en lo que a si juicio es un lodazal en el que todos son iguales en bajeza, incompetencia y desaciertos. Como no va al fango, nunca se ensucia. Y desde el resguardo de su trinchera, denuncia la suciedad de los demás.
La realidad histórica, sin embargo, es áspera, conflictiva, hecha del fango de los intereses individuales y grupales, pero también con posibilidades de novedad, de cambio, que se abren paso en la misma aspereza de lo real. En la realidad histórica obran ángeles y demonios, mezclados e irreconocibles de manera nítida.
Se trata de los seres humanos, ni más ni menos: mezcla de bondad y maldad, de virtud y bajeza, intereses mezquinos y aspiraciones nobles.
Por lo anterior, los juicios absolutos y las posturas fanáticas en política eran algo no bien visto por estos hombres razonables, críticos y realistas. Ellacuría, por ejemplo, hacía gala de un pragmatismo que chocaba con el fanatismo prevaleciente en las décadas de setenta y los noventa. “Realismo pragmático”, decía.
Es decir, buscar, partiendo de las posibilidades reales del momento, aquellas posturas y acciones que fueran más eficaces para resolver los problemas más urgentes, en vistas al destino de la sociedad en su conjunto.
En fin, estos recuerdos me vienen a la memoria en este mes de noviembre. Fui un privilegiado al tener como maestros a algunos de ellos. Su pasión por El Salvador me impactó desde el principio y por eso les estoy agradecido como salvadoreño.