Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Era agosto de 1992, cuando llamé a la casa del doctor Leandro Echeverría, preguntando por el poeta Roberto Armijo (1937-1997), quien se encontraba en el país, hospedado donde el eminente jurista, luego de un largo exilio.
Roberto estaba ausente. Por la noche, tuve suerte. Una voz melodiosa me contestó al otro lado de la línea, era el admirado escritor. Me identifiqué rápidamente, y le solicité una entrevista. Sin conocernos, Roberto aceptó gustoso. Mi alegría fue muy grande, ya que el poeta era una leyenda entre nosotros, los jóvenes escritores de aquellos años.
Yo conocía sus ensayos en la revista Cultura, publicados en la época en que Claudia Lars era su directora. Ensayos sobre los clásicos españoles, sobre Darío, Eliot, Lautréamont, pero también sobre los noveles poetas de los sesenta y setenta: Alfonso Quijada Urías y José María Cuéllar. Recuerdo cómo me gustó su valoración del libro “Crónicas de infancia” de Chema Cuéllar. Además, como todos los poetas de mi generación, había leído con deleite, la novela experimental “Pobrecito poeta que era yo…”, donde Roberto y otros poetas nacionales, se traslucen en los personajes que la trama narrativa de Dalton recrea con gran viveza.
Ya con la confirmación de la entrevista, telefoneé a mi amigos: el escritor Luis Alvarenga, y el admirable artista fotográfico, Julio Ávalos, para que realizáramos el trabajo periodístico. Llegamos puntualmente una tarde de ese cálido agosto, justo en el momento en que el doctor Echeverría, suegro de Roberto, despedía al doctor Fabio Castillo Figueroa. Nos saludamos con ellos. Roberto nos recibió muy afable. La entrevista se prolongó por varias horas, entre tazas de café, sentidas evocaciones y poemas.
Preguntábamos con gran curiosidad y vehemencia, y Roberto, calmo, respondía. Lucía cansado, con sobrepeso, y con alguna dificultad para hablar. Su tono pausado, su gran humanismo y atención a nuestras interrogantes, nos lo revelaban como un hombre sabio y fraterno. Su alborotado cabello, encanecido, y su barba abundante, le daban un aspecto casi profético.
Le dolía el país, le dolía terriblemente el capítulo de violencia nacional, que por aquellos días, creíamos ya cerrado con la firma de los acuerdos políticos. Le dolía la destrucción física y natural de El Salvador. Y aunque todos éramos entusiastas por la fresca paz que recién iniciábamos, Roberto, como un experimentado intelectual, advertía, con cierta dosis de tristeza, los signos de ambición y de intolerancia que -tras bambalinas- gravitaban en el escenario nacional. El tiempo le daría la razón.
Le incomodaban las actitudes ideologizadas y dogmáticas de algunos escritores de su promoción y de las posteriores, que le juzgaban con dureza, acusándole de haberse europeizado y de mantener posiciones políticas y estéticas “poco comprometidas”.
La trayectoria ampliamente conocida de Armijo; y la historia, que todo lo sitúa en su lugar, se han encargado de hacerle justicia.
Ahora, en el veinte aniversario de su partida, cómo me agrada recordarlo en esa primera entrevista, hablándonos de la Patria, de su hijo Rodrigo, y urgiéndonos a tomar muy en serio, nuestra vocación de escritores ¡Descansa ya, querido amigo!