Alberto Cortez
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Cuando uno llega a la ciudad de San Salvador procedente del moderno aeropuerto, antes de entrar en la ciudad se topa uno con un monumento a los caídos en la guerra civil que azotó aquel país desde mediados de los años sesenta. Este monumento, según nos explicó nuestro accidental guía, fue realizado con hierro proveniente de la fundición de las armas de ambos bandos como símbolo inequívoco de la voluntad de paz del pueblo salvadoreño. Se dice que después de una guerra los monumentos los suelen hacer los responsables del bando vencedor. En este caso lo sorprendente es que el verdadero vencedor ha sido el pueblo, que aceptó destruir las armas fundiéndolas para hacer con ellas una obra de arte. Nunca un fusil habrá sido mejor utilizado que en este caso.
El monumento a la paz se ofrece generoso al viajero que llega o al que se va. Frente a aquella montaña de hierros forjados en símbolos de esperanza cabe una reflexión. ¿Cómo será el monumento interior de cada habitante de El Salvador después de una conflagración inútil, como todas las conflagraciones, por muchos justificativos que queramos encontrarle? ¿De qué materia estará hecha esa talla y qué figura representará? ¿La de una y mil madres llorando por sus hijos arrebatados por la violencia quizás? ¿La de un niño desnutrido devorado por el hambre? ¿Tal vez la figura de un éxodo masivo de hombres, mujeres y niños a tierras de arriba, gélidas y ausentes de amor? ¿O acaso la figura de un esclavo sin futuro ni fe? ¿Cuál sería la forma que se daría a esa estatua recordatoria de la masacre?
Los elementos a moldear son sencillos: la angustia, las plagas, la incertidumbre, el dolor en todas sus manifestaciones, un futuro de sombras. Y, ¿cómo se moldean esos materiales? Creo sin temor a equivocarme que la única mano capaz de moldear esos materiales es la mano del tiempo y la exigencia de cada salvadoreño de velar por el respeto a las reglas del gran juego de la paz.
La primera vez que visité aquel país quedé prendado por su belleza y pujanza, aunque esa pujanza haya sido manipulada hasta derivar en una guerra entre hermanos. No puedo recordar el nombre del teatro en el que ofrecí mi primer recital, pero sí recuerdo con meridiana claridad la emoción de la gente respondiendo generosa a la sugerencia poética de cada canción. Volví al año siguiente y quise cantar para los estudiantes, ésos que como cuando yo lo era andan siempre con los bolsillos vacíos y con el alma plena. Fue en el Aula Magna de la Universidad Nacional y las previsiones de asistencia se vieron desbordadas ampliamente, tanto que hubo algunos desmayos provocados por el intenso calor y los apretujones. Cuando iba a encarar la tercera o la cuarta canción comprendí que aquello podría terminar mal y pregunté por la megafonía si no había un recinto mayor en el predio universitario, o algún lugar abierto en donde pudiésemos caber todos sin temor a accidentes como los que ya se estaban produciendo. Alguien gritó: “¡a la Plaza Roja!”, y hacia allí salimos todos en estampida. Yo ignoraba lo que era la Plaza Roja y lo que allí sucedería.
Pues bien, al llegar, una multitud de unos diez mil jóvenes se acomodaron en el césped y yo busqué un lugar en alto desde donde cantar de forma que todos me vieran. Por supuesto, allí no había ni micrófono ni artilugio alguno de comunicación masiva. A mí mismo me dije que si estos chicos estaban interesados en escuchar mi música y mi mensaje, crearían el silencio necesario para que mi voz les llegara a todos y el milagro se hizo. A la luz de las estrellas, que en aquellas calientes tierras pareciera que brillan más que en cualquier parte, empecé a cantar una y otra y otra y otra más todavía, así hasta ocupar más de dos horas. El silencio era total y solamente la tímida voz de algún grillo asombrado y mi voz rompían aquel rito de música y poesía.
A lo largo de mi dilatada carrera como cantor he vivido momentos álgidos de emoción y entrega por mi parte y por parte de la audiencia, pero muy pocos como aquella mágica noche en la Universidad de San Salvador.
No recuerdo cuántos conciertos “profesionales” ofrecimos en aquel viaje, pero sí recuerdo que el último era en un palacio de deportes, y tuvimos que suspender a última hora porque estalló la guerra. Recuerdo que volvimos al hotel a toda prisa, recogimos nuestro equipaje y salimos de volada en dos taxis hacia el aeropuerto de Llopango, que entonces estaba en plena ciudad, y recuerdo también el ruido de disparos y explosiones a ambos lados de la avenida por la que transitábamos.
Aterrorizados llegamos al aeropuerto justo a tiempo para tomar el último avión de la Panamerican que despegó hacia México.
He vuelto innumerables veces a El Salvador y he cantado y lo sigo haciendo en sus teatros y he sido protagonista de muchas cosas vividas allí, pero el recuerdo de aquella irrepetible tarde noche en la Plaza Roja de la Universidad de San Salvador quedará siempre grabada en mi corazón.
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