Luis Armando González
Se ha puesto de moda hablar de corrupción. Las cruzadas anticorrupción –teñidas de moralidad—están a la orden del día. Sin duda, se trata de un grave problema político y económico –con implicaciones sociales indiscutibles—, pero que no es nuevo ni en El Salvador ni en el mundo. Craso error ese de creer que, en el caso de nuestro país, la corrupción es algo que se ha generado a partir de 2009 y que antes todo era transparencia y gestión eficiente de los recursos públicos. Nada de eso.
En las cuatro gestiones de ARENA la corrupción fue extraordinaria, y si se mira hacia atrás –por ejemplo, en la gestión del PDC— la situación no fue mejor: fue célebre el político democristiano que públicamente afirmó haber robado, pero no matado. ¿Y en los gobiernos militares? Pues igual. Y no sólo por la ausencia de controles mínimos que impidieran el uso indiscriminado de los recursos públicos para beneficio privado, sino por la imposibilidad de criticar esos malos manejos que, por cierto, a todo el mundo le parecían lo más normal del mundo.
La corrupción tiene una larga historia en El Salvador. Eso no quiere decir que se la tenga que tolerar o que no se deba debatir sobre ella o que no se deban buscar los mecanismos más eficaces para su control y, en una visión más ideal, para su erradicación definitiva. Pero la corrupción es algo antiguo y, para autores como Thomas Hobbes, es algo inseparable no sólo de la política, sino también de la sociedad. Y Adam Smith dijo en alguna ocasión que el político “es un astuto animal, cuyas decisiones están condicionadas por intereses personales”. Se podrá a favor o en contra de las tesis de Hobbes y de Smith –o de lord Acton, para quien “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente” –, pero el asunto de fondo es que ya en tiempos de esos autores la corrupción era un tema de reflexión y preocupación.
Lo sigue siendo en el presente, y quizás lo seguirá siendo en el futuro si no se diseñan mecanismos eficaces para su combate y erradicación. Y es aquí donde las democracias modernas han fallado de manera estrepitosa.
En realidad esto es lo nuevo: la consideración de la corrupción como un “mal” que puede ser corregido y los intentos fallidos por erradicar ese mal incluso en democracias bien consolidadas como la italiana o la española, sólo para mencionar dos experiencias llamativas pero no únicas. En el caso español han sido motivo de polémica las afirmaciones de la número dos del Partido Popular (PP), Dolores Cespedal, para quien la “sociedad es tan corrupta como los partidos políticos, dado que el mal está arraigado en cada individuo. Y también que “la corrupción es «patrimonio de todos» ya que «si en una sociedad se realizan conductas irregulares, se realizan en todos los ámbitos»”1.
Y, para salirnos de orbe latino, ¿qué decir de los Estados Unidos de América? En este país la corrupción no sólo es extraordinaria, sino que tiene elevados niveles de institucionalización. Quien lo dude que se tome la molestia de revisar los documentales del cineasta M. Moore y si eso no le basta que lea los análisis del economista J. Stiglitz, especialmente los dedicados a la crisis de 2007-2008 o los dedicados al negocio de la guerra. A propósito de Estados Unidos, lo que dice la embajadora de esa nación en El Salvador –que “la corrupción está robando a la gente”— se aplica a su país sin ningún problema… a menos que se piense que la corrupción es legítima cuando se lucran de ella altos funcionarios estadounidenses. Vale recordar lo bien que le fue en la guerra en Irak a la compañía del entonces vicepresidente de EEU, Dikc Cheney. Una nota de Stiglitz en El País lo dijo en su oportunidad:
“La guerra no ha tenido más que dos vencedores: las compañías petrolíferas y los contratistas de defensa. El precio de las acciones de Halliburton, la compañía petrolífera del vicepresidente Dick Cheney, se ha disparado. Sin embargo, el Gobierno, al mismo tiempo que ha ido utilizando cada vez más contratistas, les ha supervisado cada vez menos” 2.
Con todo, una cosa es reconocer el arraigo histórico de la corrupción y otra muy distinta naturalizarla, pues si se hace esto último lo único que queda es cruzarse de brazos ante ella. Por otro lado, el reconocimiento de aquel arraigo debe ser un correctivo para los simplismos amarillistas –que creen que la corrupción es algo que recién se ha generado o que recién en estos momentos alcanza niveles nunca vistos— y para los enfoques poco realistas del fenómeno –que con ingenuidad creen que moralizando van a corregir prácticas que hacen parte de la política desde tiempos inmemoriales.
La conciencia moderna dice que, pese a lo anterior, el fenómeno de la corrupción debe ser contenido. Y cada vez más se hace intolerable su existencia. Nadie en su sano juicio, pues, puede aceptar que la corrupción continúe imponiendo sus fueros, sobre todo por sus implicaciones para el bienestar social.
Es un problema importante, que merece la atención debida, principalmente de cara a los mejores mecanismos para detectarla, detenerla y, en la medida de lo posible, erradicarla.
Sin embargo, cometen un error quienes convierten a la corrupción en “el” problema de nuestras sociedades, es decir, quienes promueven la tesis de que atacando y erradicando la corrupción todos los problemas se verán automáticamente resueltos. Problema grave, sí. “El” problema a resolver en exclusiva, no.
Hay en lista otros desafíos de igual envergadura, como por ejemplo la concentración de la riqueza en pocas manos (y las desigualdades socio-económicas que eso conlleva), las nuevas formas de explotación económica (que traen aparejadas nuevas relaciones contractuales y salariales nocivas para las nuevas generaciones de trabajadores) y la cultura del éxito fácil y consumista que ha permeado a las sociedades modernas, por no hablar de estructuras tributarias regresivas y el fraude fiscal (que favorecen a los ricos más ricos de la sociedad).
Manipulan a la población quienes, haciendo gala de un amarillismo bajo, propalan la idea de que resolviendo el problema de la corrupción todo lo demás tendrá remedio, pues todos los males se originan en ella. Es el mismo espíritu que está detrás de quienes dicen que todos los problemas de la sociedad se originan en los políticos y la política, y que por tanto terminando con la “clase política” las sociedades irían en ruta directa a la felicidad. Planteamientos de ese tipo no tienen ningún fundamento teórico ni empírico. Son meras falacias mediáticas.
En la misma línea de enfoques manipulatorios o infundados, se sitúan los que creen que el combate de la corrupción se agota en “casos ejemplares” (una persona o a lo sumo su círculo cercano familiar y laboral). Celebran y aplauden cuando una persona (un político) es investigado por las autoridades. Se regodean con los detalles de su vida personal “inmoral” y corrupta. Andan a la caza de lo hecho por sus familiares y colaboradores cercanos. Y, en su forma de ver las cosas, ahí está todo lo que hay que decir o investigar sobre la corrupción.
Es una visión tradicional de la corrupción, hace tiempo superada. Lo que hay son “redes de corrupción”, lo cual indica que la persona particular, su familia y colaboradores son una parte de una red de corrupción más amplia. Es la red la que debe ser investigada, en todas sus ramificaciones si en efecto se quiere llegar al fondo de la corrupción no sólo en un caso concreto, sino en todos los casos en los que haya evidencias firmes de su presencia.
¿Se trata de redes de corrupción sólo operantes en la política? Quienes opinan que en la política está la fuente de todos los males no dudarán en afirmar que sí, que en efecto si hay redes de corrupción estás tienen que estar afianzadas en el ámbito político. Esto, aunque suene bien a los amantes del amarillismo mediático, es falso: las redes de corrupción se tejen entre la esfera política y la esfera privada.
Si se excluye a la esfera privada, una parte importante del fenómeno de la corrupción no sólo escapa al análisis –lo cual sería lo de menos–, sino a la persecución por parte de la justicia.
Y hasta ahora así ha sido precisamente. El amarillismo mediático –con la viñeta inmerecida de periodismo de avanzada— al propagar la tesis de que la corrupción es un asunto exclusivamente político –y que además es obra exclusiva de políticos individuales, sus familiares y colaboradores cercanos— es en parte cómplice de las redes políticas y empresariales más amplias que se lucran de la corrupción y la reproducen.
En fin, son esas redes de corrupción, políticas y empresariales, las que deben ser atacadas. Para ello, debe ser investigadas en detalle, deben ser develados sus negocios y tratos variados, las transferencias de recursos de una esfera a la otra, los montos, las formas sutiles de encubrimiento, el uso y abuso de las leyes, y un largo etcétera.
Mucha gente está satisfecha en El Salvador por los “destapes” de casos de corrupción. Y elogian a la Fiscalía General de la República por su trabajo.
Otros –entre quienes se incluye el autor de estas líneas— están insatisfechos, justamente porque las redes de corrupción (políticas y empresariales) ni se mencionan, y todo se agota en casos “espectaculares” de los cuales cabe la sospecha de que se trate de castigos políticos o de meros chivos expiatorios (o de figuras “sacrificables” políticamente).