EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.
REDIMIRNOS A NOSOTROS MISMOS.
Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Grandes hombres tuvieron la suerte de tener grandes preceptores, iluminados consejeros. Muchos de ellos supieron aquilatar sus enseñanzas y consejos, aunque no siempre eso fue así. Sócrates mismo gozó del consejo de Aspasia, la bella hetaira amante y consejera de Pericles, en un suceso importante y quizá único en la Atenas de la sabiduría. Platón, después, tuvo a Sócrates, y ya todos conocemos lo que eso produjo para la humanidad: El hombre que nace allí para la reflexión, en figuras bellas y finas. Y este Platón a su vez tuvo a Aristóteles como discípulo. También sabemos todos lo que esto significó para el conocimiento y la filosofía. En Aristóteles se revela ya el pensamiento lógico y la sabiduría total. No es su palabra, bella como la de su maestro; más bien es árida, precisa, exacta, difícil de asimilar. Pero Aristóteles fue el ejemplo primero de la sabiduría; por ello llamaron a Platón, “el maestro de los que saben”, puntualísima denominación. Aristóteles fue el preceptor de Alejandro, Alejandro Magno, el gran conquistador, joven impetuoso que, al contrario de los anteriores, no siempre supo aquilatar la sabiduría de su maestro, y más bien muchas veces la rechazó. Es la soberbia situada sobre la virtud, la ceguera sobre la claridad.
Un hombre discutido, muchas veces rechazado, probablemente no siempre bien comprendido, condenado por la historia, Nerón, tuvo otro gran preceptor, un privilegiado consejero. Nerón lo tuvo, y lo admiró y respetó hasta que ya no le convino. Pero hay que decirlo: Este emperador no siempre desoyó los consejos y las advertencias de los sabios, uno en particular. Séneca fue su maestro, su preceptor, su consejero. Se cansó de él, es cierto, y lo llevó a la muerte. Nerón sabía bien que la muerte dada por uno mismo era la más dulce de todas, pues Séneca así se lo había enseñado, y Séneca mismo predicó con el ejemplo y la asumió con la mayor de las tranquilidades, como la mejor de las posibles. Séneca sabía de Sócrates, y compartía sus conceptos y sus ideas, a pesar de su estoicismo extremo y de su pasión por la virtud. Así que la cicuta le fue a él tan bien como para el maestro de Platón.
Séneca fue un estoico seguidor invariable de Zenón, el de Citio. La vida es larga, decía, a pesar de la brevedad en que la torna el hombre. El hombre se hace la vida corta, por sus veleidades, por su necedad de vivir en tiempo real y no en tiempo significante, diríamos nosotros. Séneca amaba la vida y se admiraba de la virtud de poseerla. Pero….”La mayor parte de los hombres, le decía a Paulino, se quejan de la naturaleza, culpándola de que nos haya criado para edad tan corta, y que el espacio que nos dio de vida corra tan veloz que vienen a ser muy pocos aquellos a quien no se les acaba en medio de las prevenciones para pasarla”. El tiempo del hombre no es corto, dice Séneca; el asunto es que el hombre pierde mucho de él, distrayéndose en lo fútil y obviando hacer las cosas grandes e importantes. El hombre se pasa el tiempo en ocios y deleites, se distrae en instantes, en avaricia, en ociosidad, en negligencia, en codicia. Al hombre le detiene la emulación de la fortuna ajena, la liviandad, los vicios apretantes. “Pequeña parte de vida es la que vivimos………porque larga es la vida, si la sabemos aprovechar…..”.
En sus “Cartas a Lucilio”, dice del hombre: “Compara los semblantes de los pobres con los de los ricos. El pobre ríe más a menudo y más francamente; si tiene algún cuidado, pasa como una nube. Pero aquellos que son considerados los seres más felices, tienen por risa una mueca; su alegría es simulada, porque la tristeza los devora…….Su felicidad es un disfraz; arrancadles la careta y os inspirarán desprecio o lástima”.
Es decir, el hombre, viviendo su tiempo real lo pierde en gran medida; las veleidades y los distractores le alejan de la vida en su tiempo significante….., y ello lo hace triste, y con ello, lo angustia. Es un ser para la angustia, pero tiene la suerte de que puede redimirse a sí mismo. “El hombre se redime a sí mismo”, dice el cordobés, que hablaba a Nerón en esos y otros parecidos términos, tratando de labrar en una roca que no era lo suficientemente suave para tal pincel.
Para Séneca entonces, la tristeza y la angustia en el hombre se las forja él mismo; y ello abre la posibilidad, que está en él, de redimirse identificando el concepto de la vida y del existir, redimiéndose a sí mismo. Convencido del dualismo entre el alma y el cuerpo, sostuvo que la muerte es el inicio de la vida verdadera. Y convencido también del rol de la conciencia en la vida del hombre, en la cual sustentó el principio de la vida moral, supo identificar y diferenciar entre el bien y el mal. Siendo que el mal es producto del actuar del hombre, mantiene en este el sentido de la culpa, llegando a afirmar que el hombre, cada hombre, es intrínsecamente pecador, lo cual le imposibilita el poder llegar a su libertad.
La visión del hombre, entonces, para este gran pensador, es en parte saturada por la desolación y la culpa, pero en parte también, bañada por el signo de la esperanza. El hombre puede redimirse a sí mismo, porque la culpa está en él y de él procede. Esa es la resurrección que anima al preceptor del emperador romano. Aunque la muerte pudiera ser la mejor de las redenciones, pues, como afirma, es la forma precisa de pasar a una vida mejor.
Nosotros, salvadoreños, ¿no acaso estamos condenados porque hemos perdido el chance de vivir en nuestro ‘tiempo significante’ para caer presas de un ‘tiempo real’ que nos acorta la vida distrayéndola entre los vicios, las veleidades, la soberbia, la envidia, el odio y los deleites mundanos? Allí radica el fondo de nuestra tristeza y de nuestra angustia. En nosotros radica la culpa, la carga, y la muerte que llevamos a cuestas. ¿Porqué no abandonamos nuestra risa de mueca, nuestra alegría simulada, nuestra devoradora tristeza, nuestra angustia avasallante, nuestra frente arrugada y las pesadumbres que agobian nuestros corazones; y las sustituimos por una risa más a menudo y más franca, y dejamos pasar nuestros cuidados como pasa una nube?
Mientras la cosa sea nuestro sujeto, nosotros sólo seremos simple predicado. El afán de tener anula nuestra posibilidad de ser. El tener nos hace proclives al vicio, a la envidia, a la soberbia, al mal orgullo, a lo mundano; y ello nos hace reír con una mueca, simular alegría, y caminar siempre con la frente arrugada y el corazón agobiado. Así, nuestra nube nunca pasará, siempre estará sobre nosotros, pesada, oscura, nula, conteniendo nuestra carga, nuestra culpa.
Estamos en el tiempo del instante, es el tiempo del post-modernismo, del simbolismo, de lo individual. Hay cada hombre y cada realidad, y entonces, hay siete mil millones de realidades en el mundo. Vivir el instante, ¡Hasta Darío nos lo sugirió!:
“Cojamos la flor del instante;
¡La melodía
de la mágica alondra cante
la miel del día!”
decía el bardo de León. ¿Cómo sentiría Séneca esta propuesta romántica? Él, probablemente, diría que es inadecuada y mustia; para nosotros, en cambio, en nuestro aquí y ahora del cosismo post-moderno y del tiempo real, sería actual y verdadera, nuda realidad.
En nosotros está la redención: Dejar de vivir el ‘tiempo real’ para pasar a vivir el ‘tiempo significante’. Busquemos preceptores, busquemos consejeros, como Séneca, como Sócrates, como Platón, como Aristóteles, o como la bella Aspasia, que nos expliquen, de manera que entendamos, lo que es la vida, lo que es la existencia auténtica, y así podamos liberarnos del ‘arrojados-ahí’ que hoy vamos siendo, de esa ‘pasión inútil’ que somos, de esa delicuescencia en que vamos disolviendo nuestras realidades, y podamos distinguir, al menos a lo lejos, aquél ‘punto omega’ con el que buscaba motivarnos Teilhard de Chardin.
El salvadoreño puede redimirse a sí mismo. Entonces, habrá podido vencer a la tristeza, liberarse de su angustia, arrojando su pena, su carga, su culpa, y preparándose para la muerte como puerta hacia su libertad.
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