Luis Armando González
Cuánta falta le hacen al país unos sociólogos experimentados que se dediquen a la investigación concienzuda de fenómenos sociales significativos, stuff como lo es la dinámica social (económica y cultural) generada en torno a las celebraciones de navidad en segunda década del siglo XXI. En lo personal, prescription creo que no cuento con las herramientas ni la pericia suficiente en la investigación sociológica para entrarle a semejante tarea, generic que por lo demás debería ser emprendida por equipos de sociólogos (junto con antropólogos y economistas) y no por una sola persona.
No obstante, lo que está sucediendo en los centros urbanos del país –principalmente en San Salvador— en estas fechas (y que ha venido sucediendo en los últimos años) no puede escapar a la mirada de cualquiera con una mínima formación en las humanidades y en las ciencias sociales.
Fenomenológicamente, lo más evidente es, en primer lugar, el colapso de la red vial urbana, debido a la saturación extraordinaria de vehículos particulares y del transporte colectivo; en segundo lugar, la expansión y masificación de las actividades comerciales en el centro de las ciudades (San Salvador es el ejemplo máximo de ello) y en sus periferias (relativas): los centros comerciales, que se han convertido en polos del consumo masificado. Y, en tercer lugar, la invasión desordenada de gente en torno a los núcleos de consumo (comercio).
Estos tres fenómenos se cruzan de forma extrema y se contaminan: la saturación vehicular y la invasión desordenada de gente parecieran no tener un orden ni una dirección porque los focos del consumo (del comercio) están ubicados sin ningún orden social, sino con el orden del mercado. Es éste el que dicta a peatones y conductores de vehículos hacia dónde moverse en tropel, atravesando distancias, calles y avenidas opuestas y sin una arquitectura urbana que lo facilite.
Lo anterior es la fenomenología. Lo que se ve sin mucho esfuerzo. Pero, claro, la investigación social consiste en buscar más allá de lo evidente las razones que pueden explicar (o al menos hacer comprensible) eso que se nos presenta como confuso o desordenado. Y ello no puede hacerse sin unas buenas preguntas de investigación y sin unas buenas hipótesis.
Sobre lo primero, es inevitable no preguntarse, por ejemplo, por cuánta gente, en esta navidad 2014, se está dedicando a actividades comerciales informales y formales en el centro de San Salvador. Salta a la vista que es mucha gente, pero cuántos son en realidad. ¿Cuántos hombres y cuántas mujeres? ¿Cuáles son sus rangos de edad? Y siempre en lo que se refiere a esta cuantificación de rigor, ¿cuánto dinero se mueve en esas actividades comerciales? Cabe presumir que es mucho dinero, contante y sonante.
Avanzando más, qué productos son los que se comercian, de dónde vienen, cuáles son los más demandados por los (ciudadanos) consumidores. Esto último daría pistas para ese tema tan complicado de la sociología como lo es la identidad de los habitantes urbanos de cualquier país. Valores, creencias, formas de ser, perspectivas de vida… todo esto se expresa en ese ir y venir de los salvadoreños en busca de un espacio para vender algo (por el lado de quienes venden) y en busca de un bien o servicio que satisfaga una necesidad real o ficticia (por el lado de quienes compran).
Una hipótesis sugerente –puede haber otras— consiste en afirmar que en estos momentos (en esta navidad 2014) se vive un proceso de abandono de los espacios familiares y comunitarios, y de ocupación de los espacios privatizados comerciales, que han suplantado a los primeros en significado tradicional de la celebración navideña.
No es una hipótesis descabellada. Y es que, en efecto, la celebración tradicional navideña (piénsese en los años 60 y 70 del siglo XX) tenía un significado fuertemente familiar-comunitario. Es decir, buena parte del tiempo y energías familiares se dedicaban no sólo a actividades comunitarias (religiosas, deportivas, de amistad), sino a proyectar al propio hogar en la comunidad: los arreglos de luces y el árbol de navidad en las viviendas miraba hacia adentro del hogar y hacia fuera en la colonia o el barrio.
Varios factores confluían en estas dinámicas: el más importante era quizás la relación público-privado prevaleciente en ese periodo. Lo público marcaba fuertemente lo privado, moderándolo y marcándole límites importantes. En el plano social real, en segundo lugar, lo público se expresaba en espacios disponibles para el uso de la gente (predios, canchas, casas comunales, calles, aceras). Y, en tercer lugar, era sumamente fuerte la mentalidad de arraigo al lugar de vivienda (que muchas era el lugar donde se había nacido) y en el cual se buscaba lo más importante para pasarla bien.
La guerra civil de los años 80 y la arremetida neoliberal de los años 90 cambió la lógica anterior. Se invirtió la relación público-privado a favor de lo segundo: lo privado invadió y recortó lo público no sólo en el sentido material, sino mental. Es más, lo privado comenzó a simular ser público y a ofrecer, con fines comerciales, aquello que la gente encontraba (y había edificado con esfuerzo) en sus barrios y colonias.
Poco a poco, el arraigo comunitario y familiar que la navidad fomentaba se debilitó a favor de una vivencia familiar de navidad en espacios privatizados y de consumo. El resultado: menos vida comunitaria y más presencia familiar en los centros comerciales y en las calles y avenidas que llevan a ellos. Para qué iluminar las propias casas, si hay luces que maravillan en los centros comerciales. Para qué caminar por las calles de la colonia donde se vive si se puede caminar en calles que simulan barrios europeos y estadounidenses al interior de los centros comerciales.
Es grave lo que ha sucedido desde criterios sociológicos, al margen de las creencias religiosas que se puedan tener. La navidad tenía la fuerza de arraigar a las familias en sus comunidades y de fortalecer los lazos comunitarios, lo cual sólo se logra mediante una relación cara a cara. Incluso los tan denostados cohetes tenían ese significado comunitario: se reventaban en grupo, con alegría, junto a las personas queridas que no eran sólo la propia familia, sino amigos y vecinos. Ahora se piensa –muchos piensan— que quemar pólvora es quemar el dinero; no dicen una palabra sobre lo que significa quemar el dinero en gasolina para ir de centro comercial en centro comercial, o quemar el dinero (es metáfora) tomando Coca Cola o gastándolo en comida chatarra o en bienes inservibles.
Como quiera que sea, el fortalecimiento de la convivencia social y el fortalecimiento de los lazos comunitarios no pueden medirse en términos económicos, pues resultan ser un gasto irracional. Su significado no es económico, sino simbólico y social. Cuando, en navidades del pasado, una familia invitaba de su comida a los vecinos, seguramente gastaba el poco dinero que tenía en ello, pero con esas prácticas la amistad y la solidaridad se fortalecía. Y eso no tenía ni tiene precio.
No se trata de volver al pasado de manera romántica, pero sí de reconocer el deterioro de las dinámicas sociales actuales. Se necesita recomponer el nexo social y para ello se tiene que recurrir a lo que pueda ayudar en la tarea. Quizás recuperar el significado de las celebraciones navideñas puede ayudar.