Luis Armando González
Una expresión que se escuchaba con frecuencia en épocas pasadas era “pobre, pero honrado”. Bien se podía decir de forma individual –“Yo soy una persona pobre, pero honrada”— o de forma grupal –“Somos pobres, pero honrados”. Algo profundo se apuntaba con la frase en cuestión: la honradez era algo sumamente importante, tanto que se remarcaba su presencia en esa condición límite que es la pobreza. Se trataba en ese entonces de la vigencia de un valor –el de la honradez— que servía de norte moral en la vida de las personas. Era parte de un conjunto de valores y preceptos que nutrieron el clima moral de la sociedad salvadoreña a lo largo del siglo XX, hasta esa década de cambio cultural y económico que fue la de los noventa de ese mismo siglo.
La honradez convivía extraordinariamente bien con el honor, la cortesía, la hospitalidad y la cordialidad, con las cuales formaba un amasijo de prácticas, usos, costumbres y estilos de comportamiento que daban solidez al tejido social en barrios, colonias, pueblos y ciudades. No es que en esas décadas no hubiera personas poco honradas o para nada honradas (o sin honor, descorteses, no hospitalarias o poco cordiales); por supuesto que sí. Pero en el clima cultural prevaleciente, la honradez (y el conjunto de valores del que ella formaba parte) era reconocida como norma de conducta y criterio de valoración de comportamientos y actitudes.
De tal suerte que alguien que hiciera algo deshonroso (o algo falto de honor, etc.) era consciente, ante sí mismo y ante los demás, de su falla. Es decir, su conciencia moral y el juicio moral de los otros asumían que era reprochable haber violado la exigencia socialmente compartida de la honradez y de ello se seguían las actitudes y comportamientos correspondientes: de vergüenza por parte de la persona que había cometido el acto bochornoso y de regaño, rechazo e incluso ostracismo por parte de familiares, amigos y comunidad.
En el marco de un cambio económico y cultural que se comenzó a fraguar en los años ochenta, pero con más contundencia en los años noventa, la honradez (y los valores que le estaban asociados) comenzó a desfallecer como valor moral importante (como criterio normativo y valorativo de la conducta de la gente). Desfalleció hasta prácticamente desaparecer del horizonte moral de la sociedad salvadoreña.
Otro clima moral comenzó a ganar predominancia (hasta imponerse casi absolutamente), a la par de la gestación de una mercantilización económica que, al ponerle precio a todo y medir todo a partir de criterios de pérdidas o ganancias económicas, hizo de la honradez algo poco redituable en términos económicos. Ese nuevo clima cultural y el mercantilismo, que se impuso desaforadamente a partir de los años noventa, soterraron (anularon, desacreditaron, ridiculizaron) el valor de la honradez. En este marco, la satisfacción moral que se deriva de la honradez dejó de ser importante.
El éxito fácil (económico, principalmente), la ostentación (carros, casas, joyas, viajes), la acumulación de bienes, el ascenso socio-económico, el consumismo exacerbado, las expectativas infladas acerca de lo que se merece en términos económicos (pero no sólo económicos), la insatisfacción permanente con lo que se ha logrado en bienes materiales y la búsqueda permanente de más cosas (más lujosas, más caras, más ostentosas), el desprecio hacia los débiles y hacia los poco ambiciosos (considerados “fracasados”), la adulación hacia los “triunfadores”, sobre todo si su triunfo había sido fácil, la contraposición entre los “vivos” y los tontos, esos y otros valores de igual calado se fueron imponiendo lenta pero inexorablemente en amplios sectores de la sociedad, especialmente en la clase media.
En una palabra, la vida de los ricos más ricos se convirtió en el modelo a seguir, en aspiraciones, búsqueda de dinero, consumo y ostentación. Ser como los ricos (pertenecer a la clase de los nuevos ricos) se impuso como el supremo ideal una clase media huérfana de otros referentes, hastiada de renuncias y compromisos, y ansiosa, ahora sí, de ascender hacia el sitial de privilegios del que históricamente había sido marginada. Los ricos parecían dispuestos de darle el dinero que hiciera falta (con préstamos y tarjetas de crédito) y las oportunidades para disfrutar de la felicidad que sólo el dinero puede dar. Alguien dijo, por aquellos años noventa: “el dinero no es toda la felicidad, pero casi”, con lo cual expresaba el espíritu de los nuevos tiempos para la clase media.
Ciertamente, a nuestra clase media, desde su constitución firme (o bastante firme) a mediados de los años cincuenta del siglo XX, nunca le fueron ajenos algunos de esos valores o valores parecidos. El afán de progresar, la búsqueda del ascenso social, el poseer bienes y recursos generados en el marco de la urbanización y la industrialización…, pero esos valores no anularon valores importantes como la honradez (o la solidaridad, el compromiso con los sectores populares, la hospitalidad, el compartir, etc.), pues antes de la década de los noventa la clase media salvadoreña no tenía como aspiración exclusiva suya vivir en la riqueza a la manera de los ricos del país ni tampoco el mercantilismo la había atrapado en sus redes como lo hizo desde que finalizó la guerra civil.
La clase media abrazó el nuevo clima cultural sin reserva alguna. Y se plegó al mercantilismo sin rechistar e incluso con satisfacción. Renunció a derechos –como la educación pública, por ejemplo— que la habían beneficiado a ella principalmente, pero también a los sectores populares. Aceptó la lógica de que la educación privada es mejor (según el lema que dice “cuanto más caro es algo es de mayor calidad”), porque vio en ello un signo de distinción y ascenso socio-económico.
De la misma manera se hizo cargo de la mercantilización de la salud, las pensiones y las telecomunicaciones. Asumió sin rechistar que no había nada más importante y mejor en la vida que ser una persona rica y que para lograr tal propósito cualquier medio era bueno. Lo importante era triunfar, tener éxito. Sobresalir. Cualquier cosa que se interpusiera en el camino debía ser desechada como una jugarreta de quienes estaban en el mismo empeño aunque dijeran lo contrario.
Fue así como la honradez fue expulsada de la vida cultural y social. Y es que para quienes estaban atrapados en las redes del éxito fácil, la acumulación de dinero y el mercantilismo, la honradez o era abanderada por los tramposos (que aspiraban a lo mismo) o por los “perdedores”, los “dinosáuricos”, los que no entendían que quien no tiene dinero no vale nada.
Las consecuencias de haber desterrado la honradez de la vida cultural y social (lo mismo que haber desterrado los valores que le son próximos) han sido graves consecuencias para la convivencia social. Ninguna sociedad puede apostarle a un proyecto de convivencia decente (igualitario, de bienestar compartido, de solidaridad) si amplios sectores suyos están dispuestos a lo que sea con tal de convertirse en ricos de la noche a la mañana. Un valor como la honradez es un correctivo a ese tipo de conductas, un correctivo individual pero también un correctivo social.
Por eso, en esta reflexión se hace una defensa de la honradez. Pero junto a ella se defienden otros valores que la cultura neoliberal ha anulado y que es necesario revitalizar, tal como han hecho otras naciones en el mundo.
A propósito de lo anterior, en un reciente documental de Michael Moore, titulado “¿Qué invadimos ahora?”, el cineasta viaja por Europa en busca de bienes de conquista para llevar a su país. Se hace referencia aquí a tres países, como ilustración: en Italia, en una empresa de ropa los dueños le dicen que para ellos sus trabajadores deben gozar de una buena vida, y que eso no pone en riesgo sus ganancias; en Portugal, los policías le dicen que lo más importante en su país es la dignidad de las personas; y en Finlandia, donde los niños reciben pocas horas de clase y gozan de tiempo para jugar, los maestros le hacen ver que lo más importante es que los niños no dejen de serlo. Dignidad, felicidad, amistad, tolerancia, fraternidad y respeto a quienes nos rodean versus consumismo, afán de triunfar, sobresalir opacando a otros, poseer cosas (dinero, carros, casas) y ostentar. Definitivamente, los finlandeses, los italianos o los portugueses viven mejor (son más felices, más dignos) que los estadounidenses. Esa es la conclusión de Michael Moore. Definitivamente, para nosotros, apropiarnos del “estilo americano” fue una pésima elección.