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Reflexión sobre la prudencia

Luis Armando González

Una reflexión anterior la dedicamos a la honradez. Ahora le toca el turno a la prudencia, una de esas virtudes esenciales que hoy por hoy, al igual que la honradez y sus valores asociados, está de capa caída.  Soterrada por la imprudencia –manifestada de mil y una formas— la prudencia urge de ser revitalizada, pues sin ella, como autocorrectivo individual y colectivo, el sentido de los límites y las precauciones ante los propios excesos se pierden de manera inexorable. Y es que precisamente a lo que apunta la prudencia es la autocontención, al autocontrol, a evitar los excesos en acciones y palabras, a no traspasar ciertos límites, a evitar los extremos en lo que hace o en lo que se dice.

Para Cicerón, la prudencia es, junto con la justicia, la fortaleza y la templanza, uno de los cuatro principios de la honestidad. Y sobre ello apunta lo siguiente:

“Mas todo lo que es honesto ha de proceder de alguna de estas cuatro partes. Porque, o consiste en la investigación y conocimiento de la verdad, o en la conservación de la sociedad humana, en dar a cada uno lo que es suyo, y en la fidelidad de los contratos, o en la grandeza y firmeza de un ánimo excelso e invencible, o en el orden y medida de todo cuanto se dice y hace, en que se comprende la moderación y la templanza.

Estas cuatro partes, aunque están unidas y enlazadas entre sí con una mutua dependencia, con todo, cada una de ellas produce ciertas clases de obligaciones particulares. Por ejemplo, de la primera, en que colocamos la prudencia y la sabiduría, nace la indagación y el descubrimiento de la verdad; y este es el oficio propio de esta virtud. Porque el hombre que con más claridad percibe la pura e ingenua verdad de cada objeto, el que penetra y explica con más agudeza y prontitud las razones, es el que se reputa por más sabio y prudente. Por lo cual el objeto de esta virtud y la materia, digámoslo así, que ha de tratar y en que ha de ejercitarse, es la verdad”1.

Prudencia no es igual a cobardía, pues quien es prudente sabe ser valiente cuando las circunstancias lo ameritan. Por tanto, lo opuesto a la prudencia no es la valentía, sino la imprudencia, bajo cuyo apartado se engloban todos aquellos hábitos y prácticas fuera de control, excesivos y sin límites. Se trata hábitos y acciones imprudentes un  sentido ético-moral: dañan moralmente a otros, alteran la vida los demás, tienen implicaciones negativas en la convivencia entre las personas.

Decíamos que antes que se puede ser imprudente de palabra y de obra. Los ejemplos de uno y otro tipo abundan. En el primer caso, una persona es imprudente de palabra cuando habla en lugar de callar, cuando dice más de lo que debe decir, cuando habla para herir a otros o cuando dice o escribe cosas carentes de sentido y fuera de contexto. En nuestro país, la imprudencia verbal es un mal endémico. Las “redes sociales” están ahí para corroborarlo. También están los programas de entrevistas en la televisión y las columnas de opinión en la prensa escrita. Muchas veces, quienes son imprudentes en el uso de las palabras lo hacen sin la intensión de causar daño a terceros –a esas personas se aplica aquello de que “sólo hablan por hablar”—. Sin embargo, en incontables ocasiones, la imprudencia verbal sí tiene como objetivo causar daño: en los años setenta y durante casi todos los años ochenta la imprudencia verbal (por ejemplo, de los medios de comunicación en la muerte de los jesuitas de la UCA o de los llamados “orejas” que delataban a los opositores de los gobiernos militares) se tradujo en la muerte de personas inocentes. En el presente, una buena parte de las opiniones imprudentes que se escuchan o leen tienen por finalidad causar daño al gobierno, al FMLN o a dirigentes de este partido.     

En cuanto a acciones imprudentes, las hay en abundancia. A los conductores de vehículos particulares, microbuses y autobuses se suman ahora los conductores de motocicletas, a quienes casi en bloque les ajeno el sentido de los límites y del autocontrol. Su imprudencia, en este caso, pone en riesgo la integridad física de quienes caminan, ciertamente con dificultades, por las calles y avenidas de las ciudades del país, principalmente en San Salvador. Hay, por supuesto, otras acciones que se pueden ser leídas desde el término que nos ocupa. Por ejemplo, el evento de jóvenes de ARENA auspiciado por la embajada de EEUU en días recientes, fue un acto imprudente por parte de la embajadora de ese país en El Salvador.

Naturalmente que esa acción debe ser evaluada desde otros criterios, políticos y jurídicos. Desde este punto de vista, se trató de un acto partidario ilegítimo e injustificable, en cuanto que un representante diplomático acreditado ante el Estado salvadoreño no debe (ni puede) identificarse abiertamente con un partido ni mucho menos sumarse a su campaña política. Y eso fue lo que hizo la embajadora de EEUU, Jean Manes, al patrocinar un evento con y para la juventud de ARENA. Es impensable que la embajada de El Salvador en EEUU (o cualquier embajada de otro país) realice un acto político partidario en su sede diplomática en favor de un partido en contienda en EEUU. La embajadora cometió un grave error diplomático, y su acción está a la espera de un análisis serio y no servil por parte de los expertos en derecho internacional.

Pero más allá de eso, la embajadora de EEUU fue imprudente al auspiciar a un grupo de jóvenes vinculados con un partido político, y cuya finalidad –como dijo el líder del movimiento— es fortalecer a ARENA. La embajadora tuvo que haberse autocontenido, tuvo que haberse puesto límites a sí misma, pues hay cosas que ella no puede hacer, por más que las ganas la desborden. Son imprudentes también quienes la defienden, sabiendo que lo que ella hizo es indefendible. Apelar a los derechos de los jóvenes a expresarse políticamente es una defensa inadecuada (imprudente, porque se dice algo fuera de contexto) pues un partido como ARENA (o cualquier partido) debe buscar los medios para canalizar las ansias de su juventud. Además, en ARENA se trata de un partido con dinero suficiente para generar esos espacios sin los auspicios de la embajada de EEUU.

Así que la imprudencia diplomática salió a relucir de manera abierta. Salió a relucir la imprudencia de quienes opinan sin argumentos de peso, sin atreverse a aceptar que hay cosas intolerables.

  Cuánta falta nos hace la prudencia. Cuánta falta nos hacen esos valores que le son afines: la mesura, el silencio, el sentido del equilibrio y del tiempo, la templanza y la claridad mental (que sólo da un buen uso de la razón). Decir lo primero que se viene a la mente es un atentado contra la prudencia verbal. O, lo que es lo mismo, no pensar bien lo que se va a decir. Actuar sin medir las consecuencias de lo que se hace es un atentado contra la prudencia en las acciones. Como quiera que sea, ahí donde predomina la imprudencia (verbal o en las acciones) la convivencia con nuestros semejantes es sumamente complicada. Nuestros mayores lo sabían y por eso acuñaron expresiones de enorme sabiduría, como estas:

“En boca cerrada no entran moscas”

“Es mejor callar que hablar”

“Calladito se ve más bonito”

“Machete estate en tu vaina”

Ahora bien, ser imprudente no cuesta nada. Ser prudente sí que es difícil; por eso es un deber ser. La imprudencia acecha por doquier, y hay que tener una dosis suficiente de razón y de equilibrio para no ser presa fácil de sus argucias. Nadie está exento de caer en sus garras en cualquier momento de su vida. Todos hemos sido imprudentes en alguna ocasión y seguramente lo volveremos a ser. Nadie puede presumir, pues, de haber sido siempre y en todo lugar un ejemplo sin par de prudencia. Pero eso no quiere decir que nos crucemos de brazos y cultivemos, sin control alguno –imprudentemente–, ese pernicioso hábito. Al contrario, la facilidad con la que se expande (y los daños  que causa) en estos tiempos de chismorreo mediático hace más necesaria que nunca la tarea de cultivar la prudencia como hábito  vital para  la convivencia civilizada. La incrustación cultural de la imprudencia (en las acciones y las palabras) da la medida de lo difícil que es la tarea de revitalizar culturalmente la prudencia y el conjunto de valores que le son afines.

De nuevo, una cita de Cicerón:

“es obligación del ánimo constante y fuerte no perturbarse en los casos adversos ni caer de su estado, digámoslo así, por alucinarse; sino estar siempre sobre sí, y no apartarse de la razón.

Mas aunque éstas son propiedades de ánimos grandes, es también propio de mucho entendimiento el prevenir con el pensamiento lo venidero, y tener formado juicio de lo que por una y otra parte puede acontecer, y lo que se ha de hacer en cualquier acontecimiento; de forma que nada nos sorprenda… Lo cual cabe únicamente en un ánimo grande y sublime que sólo se fía y se funda en la razón y la prudencia”2.

  

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