Luis Armando González
Es poco (o casi nada) lo que se dice sobre el valor del silencio y de la soledad. A propósito del silencio, quizás porque una larga tradición autoritaria se las arregló para imponerlo como mecanismo de sometimiento y miedo. Pero no es de ese silencio “impuesto” del que aquí se trata, sino del silencio como una opción y una alternativa al ruido imperante y a la obligación socialmente condicionada de no permanecer en silencio, sino a sumar la propia voz al ruido predominante. Es decir, en los tiempos que corren lo obligado no es silencio –que está mal visto– sino su contrario: el ruido, el bullicio. De ahí la importancia de reivindicarlo como un valor imprescindible para una vida buena, como ya lo sabían los moralistas romanos en la antigüedad clásica, los Padres de la Iglesia y los pensadores orientales.
Hermano gemelo de la prudencia, el silencio es más radical. Aquélla invita a la mesura en el decir y en el obrar, este a suspender el decir, ya sea de forma temporal o ya sea de forma definitiva, como hicieron en el pasado monjes, santos y ermitaños en la tradición cristiana. En una sociedad del bullicio como esta en la que nos toca vivir, quizás sea imposible el silencio absoluto. No lo es, sin embargo, el silencio parcial, el silencio temporal. Justamente, la sociedad del bullicio nace necesaria y urgente la puesta en vigencia una práctica del silencio que poco a poco se vaya convirtiendo en un hábito individual y colectivo que incida –junto con valores como la prudencia, la honradez, la sensatez, la tolerancia y la moderación— en las formas de comportamiento vigentes, y ayude a su transformación.
¿Silencio para qué? Para muchas cosas, francamente positivas y sanas. En primer lugar, para conversar con uno mismo, como quería Antonio Machado, quien además esperaba también hablar algún día con Dios. Así lo dice el poeta en “Retrato”:
“Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía”.
Qué importante y vital es conversar con uno mismo, tomarse el tiempo para hacerlo. Cuánta gente no lo hace, atrapada no sólo en la vorágine de los tiempos y ritmos impuestos por el reloj, sino dominada por las exigencias de estar, permanentemente, diciendo algo, de estar siempre volcada hacia el exterior de sí misma. Conversar con uno mismo es volcarse hacia la propia vida interior, para explorar asuntos que trascienden la inmediatez que nos devora –para abrirnos al misterio de Dios, como quiere Machado— o para pensar mejor nuestras acciones y decisiones.
Esa pausa del pensamiento reflexivo es algo que brilla por su ausencia en este país del activismo febril y del decir fácil. Para pensar reflexivamente, para conversar con nosotros mismos acerca de la realidad del más allá y del más acá, es necesario, es imprescindible, el silencio. Sin él, es imposible pensar. Y si no se piensa bien lo que se va a decir o lo que se va a hacer, lo más seguro es que se digan sinsentidos y absurdos y que se realicen acciones precipitadas y fuera de control.
En segundo lugar, silencio para resguardarse, para protegerse, de las inclemencias de un entorno hostil y pernicioso para la salud mental y corporal de las personas. En la tradición budista esto es evidente. También lo es en las tradiciones hinduistas y confucianas que reconocieron el valor esencial del silencio para el cuido de la vida mental y corporal. Las enseñanzas budistas lo apuntan con claridad:
“Tu silencio interno te vuelve sereno. Haz regularmente un ayuno de la palabra para volver a educar al ego. Practica el arte de no hablar.
Progresivamente desarrollarás el arte de hablar sin hablar y tu verdadera naturaleza interna reemplazará tu personalidad artificial dejando brotar la luz de tu corazón y el poder de la sabiduría el ‘noble silencio’. Gracias a esta fuerza atraerás hacia ti todo lo que necesitas para realizarte y liberarte. Así pues, quédate en silencio”1.
Quedarse en silencio: un imperativo que, de convertirse en criterio de autocontrol personal, redundaría una mejor condición de salud mental y corporal. Pues, precisamente, el entorno ruidoso que nos golpea cotidianamente no sólo llega a nuestra mente, sino también a nuestro cuerpo. Nuestros sentidos y nuestra sensibilidad se han acostumbrado tanto a la música estridente, los gritos, la publicidad y las arengas de los activistas religiosos (que en conjunto generan un bullicio fuera de control y difícil de procesar) que no nos damos cuenta del deterioro que eso supone para nuestra calidad de vida. Se ha hecho tan normal la invasión y laceraciones al propio espacio mental y corporal que no nos damos cuenta de lo anómalo de la situación. No nos damos cuenta del impacto de ello en nuestra felicidad personal y familiar. Sólo nos daremos cuenta de la gravedad de tales dinámicas en la medida en que comencemos a valorar el silencio. Y, en la que medida que lo vayamos poniendo en práctica, no daremos cuenta de su importancia como resguardo ante las inclemencias de un entorno ruidoso y avasallador de nuestra integridad personal.
El silencio como resguardo nos permite defender y ejercer un doble derecho: a) el derecho a guardar silencio cuando no queremos hablar y b) el derecho a no escuchar aquello que no queremos escuchar. Lo primero va a contracorriente de mala costumbre predominante de (casi) forzar a que la gente siempre diga algo, aunque esté fuera de lugar, sea reiterativo o carezca de sentido. Contra toda razón, el silencio se ve mal, no se tolera. El ruido se estimula y premia. Se tiene que invertir este estado de cosas, dando su debido lugar al silencio no sólo como un hábito loable, sino como un derecho de quienes simplemente prefieren callar en lugar de hablar. Lo segundo va a contracorriente de la mala costumbre de obligar a otros que escuchen lo que no quieren escuchar. Desde quienes hablan por teléfono celular delante de quien sea, pasando por quienes lanzan consignas religiosas en las plazas y parques, hasta los conductores de motos y carros que pitan descontroladamente en calles y avenidas, la imposición de ruidos hirientes para la sensibilidad y la mente es generalizada y preocupante.
En relación con lo anterior, en tercer lugar, el silencio es un importante recurso para no interferir abusivamente en el espacio mental, pero también físico de los otros. O sea, el silencio nos protege de los demás, pero también los protege a ellos de nosotros. Se trata, en ese sentido, de un mecanismo de autocontrol, ante la propia vocación a ser ruidosos y a inmiscuirnos en la vida interior de los demás, violentando muchas veces el derecho al silencio que ellos nos hacen. Hijos e hijas de una cultura del bullicio y del ruido, hijos e hijas de una cultura que castiga el silencio y alienta el no quedarse callados, nosotros también debemos “practicar al arte de no hablar” para no interferir en el silencio de otros o para ayudarles a cultivarlo.
Tenemos que respetar el derecho de los demás no solo a quedarse callados cuando no quieren hablar –sin cuestionar ni inmiscuirnos en las razones de ello— sino también a no ser invadidos, en su intimidad mental y corporal, por nuestras arremetidas ruidosas mediante las palabras que salen de nuestra boca o mediante ruidos que salen de instrumentos bajo nuestro poder (carros, motos, video caseteras, televisión, radio o aparatos de música). Violar el derecho de otros al silencio y al resguardo de su intimidad debería ser algo intolerable para uno mismo, así como también debería serlo que otros atentaran contra ese derecho en nosotros.
Terminamos con una breve reflexión sobre la soledad, que por cierto está íntimamente ligada al silencio. Al igual que éste, también la soledad está de capa caída en estos tiempos ruidosos y mercantilistas. Es difícil conversar con uno mismo en silencio –o leer un libro o meditar o reflexionar sobre asuntos que van más allá de lo inmediato— sin una dosis de soledad, pues el ruido y la interferencia de los demás no son buenos acompañantes de hábitos como los mencionados. Pero no sólo se trata de una soledad que es necesaria para el cultivo de actividades intelectuales o meditativas, sino que también lo es para el cuido de la integridad corporal, lo cual por el cultivo de un espacio (o de un ámbito) al cual sólo debe tener acceso exclusivo la propia persona, y quizás sólo extraordinariamente aquellos a los que ella autorice.
A primera vista, es curioso que, en un mundo en el que se proclama como la esencia de todo el individualismo y la privatización, la soledad tenga tan poca valía. Hay una razón para ello: el individualismo privatizador es ruidoso, violenta la integridad física y mental de las personas, invade con sus productos tecnológicos la intimidad de la gente.
La soledad es imposible en un contexto cultural y económico en el cual las personas están atrapadas en las redes de comunicación y de consumo casi las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Lo que menos desean los estrategas de la economía y la cultura neoliberales es que las personas busquen refugio en la soledad (o en el silencio). Eso significaría una parálisis para el consumismo, que pasa por una renuncia al autodominio, al auto cuido y a la propia integridad mental y corporal, y una obsesión por las relaciones incesantes con el mercado y sus productos.
El individualismo privatizador es masificador; uniformiza los gustos y los hábitos. Avasalla al individuo, no lo reivindica. Anula los ámbitos de la vida privada en los que se juega la intimidad y la dignidad de las personas. Los mercantiliza. Los publicita. Como nunca, en estos tiempos neoliberales, la vida privada de las personas se ha desvanecido, ante los embates de una cultura que fomenta esa renuncia a lo que debería ser exclusivo de cada persona en particular.
Es por lo anterior que la soledad y el silencio se hacen necesarios. No como valores absolutos. No de forma dogmática. Hay que tomarlos como recursos terapéuticos en estos tiempos tan urgidos de contrapesos a sus prácticas, hábitos y costumbres que avasallan a la gente y que ponen en vilo su salud mental y corporal.