Luis Armando González
Hablar sobre la identidad de un pueblo siempre resulta complicado, click porque eso que se llama identidad no es una esencia inamovible que pueda atraparse con las manos. Más bien, viagra la identidad de una sociedad es, además de cambiante en el tiempo, el crisol en el que se funden distintas tradiciones, costumbres, símbolos y prácticas individuales y colectivas. De aquí que la pregunta por qué o cómo somos los salvadoreños no sea una pregunta de fácil respuesta; además, se tratará siempre de una respuesta provisional, que se tendrá que ir actualizando y poniendo al día a medida que la sociedad salvadoreña se vaya transformando. Precisamente, eso es lo que tiene que hacerse con dos de los mejores retratos de la sociedad salvadoreña: el realizado por Oswaldo Escobar Velado en su poema “Patria exacta” y el realizado por Roque Dalton en su “Poema de amor”.
Estamos ante dos retratos de El Salvador —de lo que somos los salvadoreños— propios de un momento histórico determinado que, si bien fueron certeros en su descripción de la salvadoreñeidad cuando vieron la luz, en esta primera década del siglo XXI deben ser no ignorados o abandonados, sino continuados y actualizados con nuevos aportes y nuevas intuiciones.
Pues bien, una forma posible de abordar el tema de la identidad salvadoreña –qué y cómo se es salvadoreño— consiste en explorar cómo nos ven (y qué ven) otros y otras desde fuera, concretamente desde Europa o incluso desde Estados Unidos. En el caso específico de Europa, no resulta para nada extraño que un ciudadano europeo promedio no sepa concretamente qué es y dónde queda El Salvador. Seguramente sabrá de la existencia de América Latina y de los países del subcontinente presentes en el debate público mundial. Pero no de El Salvador, el cual, con suerte, podrá ser confundido con Salvador de Bahía en Brasil.
Ya desde aquí comienza el desdibujamiento de la sociedad salvadoreña, porque lo que sigue es consecuencia de ese punto de partida: de este modo, ese ciudadano o ciudadana de Europa, al escuchar el “vos” en boca de un latinoamericano o de una latinoamericana, inmediatamente se dirá a sí mismo que está con alguien de la Argentina; si ve que baila salsa, supondrá que es puertorriqueño o panameño, por aquello de que Rubén Blades es de este último país; si baila merengue, dominicano; si baila cumbia, colombiano; y si baila samba, brasileño. Si está tostado de su piel por el sol, pensará que es del Caribe; si toca la sampoña o el charango, que es de Bolivia; si canta música ranchera, de México; y si toca el arpa, de Venezuela. Si tiene rasgos indígenas, creerá que es de Bolivia, Perú, Ecuador, México o, con suerte, de Guatemala; si es negro, de Haití; si es mulato o sambo, de Cuba; y si bebe café incansablemente, de Colombia. Si se trata de un hombre en plan de conquista abierta y sin complejos, que es un caribeño… Y así por el estilo.
Se puede esgrimir que ese desdibujamiento de lo salvadoreño obedece a simple ignorancia de la diversidad de naciones que caracteriza a América Latina. Es posible que sea así. Pero no hay que alegrarse demasiado, ya que a lo mejor existe otra respuesta, que debería ser buscada en lo que efectivamente significa El Salvador en el contexto latinoamericano. Visto con una dosis mínima de objetividad, la contribución de nuestro país a la configuración histórica de la identidad latinoamericana es sumamente pobre, por no decir nula. Por donde quiera que se vea –por lo negativo o lo positivo— lo latinoamericano no se juega ni se ha jugado en El Salvador. En tiempos recientes, sólo en una ocasión nuestro país estuvo a punto de dejar su propia huella en la historia latinoamericana: durante la guerra civil de la década de los 80, pero el desenlace de la misma impidió que esa huella se fijara en piedra firme. Por más que haya quienes hagan alarde del proceso exitoso de negociación, nunca lo sucedido en El Salvador va a desplazar en significado el triunfo de la revolución sandinista (1979) y, mucho menos aún, de la revolución cubana (1959).
Para seguir en el marco centroamericano, la huella de El Salvador, en general, es bastante pobre. Si se excluyen los temas de pandillas (maras), violencia y migración –a los cuales es inevitable referirse cuando se habla de Centroamérica en la actualidad—, en los grandes ejes configuradores de la historia y de la identidad de la región nuestro país no tiene nada importante que decir. En poesía y en música popular, ahí está Nicaragua; si se habla de etnicidad, hay que volver la mirada a Guatemala; si de lo que se discute es de la democracia, es de rigor pensar en Costa Rica; y si el asunto son los recursos naturales, Honduras sale a relucir casi inmediatamente –y ahora hasta las pupusas son reclamadas por los hondureños como patrimonio nacional—.
Si para El Salvador las cosas son así en Centroamérica, en el marco latinoamericano su presencia es casi inexistente. Las grandes tradiciones artísticas (tanto populares como de élite) tienen ahora como en el pasado su foco en México, Argentina, Brasil, Colombia o Chile. Los fenómenos políticos que trascienden al subcontinente se gestan en Cuba, Brasil, Venezuela, Ecuador, Argentina o Bolivia. Cuando se piensa en regímenes dictatoriales inmediatamente se piensa en las dictaduras militares del Cono Sur de los años 60, 70 y 80. Cuando se habla de dictadores se habla de los militares que encabezaron sangrientos regímenes, especialmente de Augusto Pinochet, Alfredo Stroessner y Rafael Videla. Y en esta misma línea, cuando se piensa en el prototipo del dictador latinoamericano ridículo y nefasto –las dos cosas a la vez— inmediatamente se piensa en el “Chivo” dominicano: Leónidas Trujillo.
Ahora bien, ¿es ajeno El Salvador a los procesos, negativos y positivos, que se gestan (y han gestado) en América Latina. En lo absoluto. Nosotros tal vez no contribuyamos (o hayamos contribuido) con algún aporte original a la configuración de la identidad latinoamericana, pero todo lo que caracteriza a América Latina tiene su réplica en El Salvador. Aquí todo lo latinoamericano (desde México hasta Argentina) se replica y se copia. Claro, está a la salvadoreña: como una caricatura mal hecha. Hemos tenido nuestros criminales, que quisieron copiar los usos y estilos de los dictadores latinoamericanos; no tuvimos un “Chivo”, pero sí un “Tapón” (el General Fidel Sánchez Hernández), y más atrás en el tiempo tuvimos nuestro “Brujo” (el General Maximiliano Hernández Martínez).
No tuvimos un Cantinflas, pero sí un Rockinflas; también hemos tenido un “Piporro salvadoreño” y en la actualidad tenemos a nuestro “Don Francisco”, en el programa “Fin de Semana” que todos los sábados transmite un canal nacional. Tenemos conjuntos musicales que copian, a su manera, todos los ritmos latinoamericanos y caribeños (principalmente, cumbia y música ranchera) y que hacen bailar a la gente (que también lo hace a la manera salvadoreña: mezclando pasos, ritmo y con una lentitud que, en el caso de la cumbia, puede ser exasperante). No somos andinos, pero tenemos aún –sobrevivientes de los años setenta y ochenta— grupos musicales que se dedican a tocar música andina y que pusieron de moda, en su momento, “El cóndor pasa” (aunque nunca un cóndor haya volado en cielos salvadoreños y aunque nuestros cerros y volcanes parezcan pequeños montículos comparados con los Andes).
En cuanto a la literatura y la poesía, sólo en unas cuantas ocasiones hemos estado a un paso de dejar una huella en América Latina: con Francisco Gavidia, Salarrué, Roque Dalton y Roberto Armijo. Pero nuestra marginalidad endémica lo impidió. Ni modo; marginales como somos –al fin y al cabo, provincia remota de México desde tiempos inmemoriales— no nos ha quedado más remedio que ser receptores de distintos influjos culturales (también, económicos y políticos) provenientes de América y España que hemos adoptado y adaptado con peor o mejor suerte, aunque con poca creatividad y originalidad. Por supuesto que tenemos escritores (poetas, poetisas, literatos, literatas y ensayistas), pero aparte de lo que algunos de ellos y ellas se creen, su huella en el concierto latinoamericano (o incluso centroamericano) es mínima, por más alguno de nuestros escritores presuma estar a la altura de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes.
En fin, pese a la vocación de copiar todo lo que sucede en otras partes –desde hace un par de décadas, a los modelos a copiar se ha añadido el estilo de vida estadounidense—, no se ha adquirido la pericia para hacerlo bien: por lo general se trata de copias pobres y mal hechas, que terminan –especialmente en el caso de la cultura popular— por deformar el gusto y las costumbres de la gente. Pero aquí estamos, siendo parte de América Latina; replicando en caricaturas –desde los dictadores y el caudillismo hasta los modos de hablar y de vestir— lo que sucede en otros países latinoamericanos y EEUU. Prácticamente todo lo que caracteriza a América Latina está presente en El Salvador; es decir, este es un país latinoamericano típico. Y está presente porque llegó de fuera y ha sido copiado, adaptado y adoptado, por la gente, desde las élites –cuya vocación para la copia no va a la zaga sino a la vanguardia del resto— hasta los sectores populares. Somos un país receptor de cultura, de hábitos, estilos de vida y costumbres generados en otras latitudes.
Aprendimos a recibir (y nos acostumbramos a ello) desde las primeras migraciones nahuas que llegaron de México, en la época prehispánica. Lo que somos es lo que hemos recibido y seguimos recibiendo del exterior. Ahora mismo, gracias al torrente migratorio hacia Estados Unidos estamos copiando no sólo la arquitectura de las residencias estadounidenses, sino (acompañado de los usos idiomáticos correspondientes) el estilo de vida “americano”. Nos agringamos de manera acelerada, pero seguimos usando el vos sin ser argentinos (para distinguirnos, hay un leve sonido de la “j”, que suena en lugar de la “s” y decimos, por ejemplo, “vos querés” o “vos pensás”, no “vos quieres” o “vos piensas”), comiendo tortillas de maíz sin ser mexicanos, bailando cumbia sin ser colombianos, diciendo “carajo” sin ser peruanos, escuchando y bailando la batucada sin ser brasileños y teniendo a nuestros propios caudillos (aprendices de caudillo) sin ser ecuatorianos, bolivianos o venezolanos. Desde el tema de la identidad, la “patria exacta” de Oswaldo Escobar Velado es, más bien, una patria inexacta: una patria con contornos difusos e indefinidos, una patria que se desvanece en cada instante, pero de la cual algo queda: las mezclas, las copias y las caricaturas de todo lo que nos impacta y que, en definitiva, nos sirve para sobrevivir como sociedad.
Tomado de Luis Armando González, Sociedad, cultura y educación. San Miguel, Editorial UGB, 2013, pp.121-126.