Luis Armando González
Pues bien, buena parte de los saberes educativos (o jurídicos o policiales) son normativos y procedimentales, y que esos saberes se alimentan de distintas fuentes. Una fuente fundamental debería ser la científica, la cual, lamentablemente, todavía no ocupa el lugar que le corresponde como sostén de normas y procedimientos educativos. Y, en el caso de la educación, esto es esencial pues no hay educación sin cultivo del conocimiento y el mejor conocimiento disponible es el conquistado mediante las ciencias naturales y sociales. O sea, los saberes educativos –los que atañen a la pedagogía y la didáctica— y los que atañen a los contenidos educativos (teóricos y metodológicos) que se debaten y comparten en las aulas deberían estar cimentados en los mejores logros y explicaciones de la ciencia. Entonces, si bien no hay unas ciencias de la educación –en el sentido que hay ciencias sociales y ciencias naturales—sí hay ciencias sociales que se ocupan de lo educativo. ¿Cuáles? Es lo que se verá a continuación. La sociología, la economía, la psicología, la ciencia política, la historia y la antropología. No sólo es que estas ciencias y sus disciplinas (o algunas de ellas) sean (o deban ser) parte de los contenidos de la enseñanza (en la época actual), sino que esas ciencias se ocupan, desde distintos ángulos, de las distintas dinámicas, ejes y procesos –en definitiva, de las situaciones problemáticas y problemas concretos— que se suscitan en el ámbito educativo tal y como este funciona en las distintas sociedades. Una parte importante de este abordaje científico social sobre la educación es de tipo reflexivo-conceptual. Y en este campo, la sociología, desde su fundación –a finales del siglo XIX—no ha dejado de afinar sus conceptos sobre distintos aspectos involucrados en la educación y también sobre las implicaciones de la educación no sólo para la integración social y cultural (González, 2010), sino para el desarrollo económico (González, 2018; González, 2021). Ha sido y es tan importante para la sociología la educación que se ha configurado un campo casi disciplinar llamado “sociología de la educación” que utiliza las herramientas y enfoques de la sociología para abordar distintas problemáticas educativas (Garro Gil, s.f.).
Pero no sólo se trata de la sociología; también las ciencias sociales mencionadas abordan asuntos educativos desde distintos ángulos y enfoques. Y esos abordajes no han sido solo conceptuales, sino que han ido de la mano de (o han dado la pauta para) la investigación en el terreno, es decir, para esfuerzos de investigación de problemas reales generados en el ámbito educativo. Esos esfuerzos investigativos, tratando de ceñirse a criterios y lógica básica de la ciencia, han ido creado una tradición de investigación empírica en la educación que, al día de hoy, acumula no sólo un importante arsenal de datos (cuantitativos y cualitativos) sobre distintos sistemas y componentes educativos, sino una pericia y experiencia acumuladas en investigación de campo de enormes implicaciones para la investigación posterior.
Es decir, en investigación educativa empírica no se parte de cero, pues tanto a nivel internacional como nacional se han logrado avances al menos de mitad de los años 60 y 70 del siglo XX. ¿De qué se habla cuando se dice investigación empírica educativa? Se trata de una investigación que, para comenzar, identifica problemas reales en los sistemas educativos y se propone explicar los factores que los generan; esos objetivos explicativos se traducen en la formulación de hipótesis operativas que guían la búsqueda de datos (con las técnicas e instrumentos oportuno) lo más completos posibles (cuantitativos y cualitativos) desde los cuales se de solidez a la hipótesis explicativa que se ha formulado. Si los datos son sólidos y coherentes con la hipótesis, los investigadores esperan haber encontrado una buena explicación al problema estudiado, y desde ahí se suelen proponer estrategias de intervención, en el esquema siguiente:
Explicación científica de un problema educativo estrategia de intervención educativa
De aquí que, aunque en la investigación empírica educativa haya problemas que sea urgente resolver y que la meta sea el diseño de una estrategia correctiva, no es esta última el punto de partida investigativo ni la que marca las pautas del proceso investigativo; lo que gobierna este proceso es la lógica científica que es de tipo explicativo: identificar los factores que se relacionan con un problema (en este caso educativo) y determinar la forma o el modo cómo se da esa relación: causación, correlación, condicionalidad, funcionalidad o asociación. Hasta que se satisface este proceso (hasta que se concluye) de la investigación científica educativa se pueden derivar líneas de acción o de intervención que, por cierto, no suelen correr a cargo del investigador o investigadores. Y ello porque estas intervenciones requieren de componentes tecnológicos, legales, financieros y políticos que están fuera del alcance y capacidades de los científicos sociales.
Tomar decisiones de intervención educativa a partir de estudios científicos de la educación no es algo bien asentado en el quehacer estatal-político de varias (quizá demasiados países). Una costumbre bien afianzada es la diseñar intervenciones para “resolver” problemas sin antes contar con un examen explicativo de los factores que los generan (los causan o influyen decisivamente en ellos). Esto no sólo sucede en la educación, sino en otros campos, tal como lo revela la emergencia por coronavirus de 2020. Muchas veces las “intervenciones” están motivadas por una mezcla de preocupación por las implicaciones de un problema (real) que afecta la dinámica social –y al cual se quiere dar una respuesta rápida— con obligaciones, presiones o intereses políticos que llevan a las autoridades públicas a precipitarse y actuar, a partir de la información (a veces no tan buena) con la que cuentan o a partir de sus propios prejuicios. Como quiera que sea, esto da lugar a colocar la “carreta delante de los bueyes”: a lo mejor la intervención funciona (y a lo mejor no por la intervención que se hizo, sino por otros factores), pero es alta la probabilidad de que ello no sea así y que el problema que quiere corregir termine siendo mucho más grave.
3. Reflexión final
El recelo hacia el conocimiento científico (que se manifiesta a veces como un abierto anti-cientificismo) tampoco ayuda a que la investigación científica sea el punto de partida previo para intervenciones correctoras de problemas. De todos modos, contra viento y marea, la investigación científica pone en evidencia, día a día, sus fortalezas y lo necesaria que es para dar a las estrategias de intervención una base para obtener mejores resultados, pues permite identificar con mayor precisión que los prejuicios, los mitos o las ilusiones los factores que causan o provocan un problema. En educación, en donde las problemáticas son de lo más diverso y complejo, en donde son necesarias unas intervenciones eficaces, la investigación científica viene mostrando, desde hace un tiempo, sus capacidades de ayuda. Como anotan Meneses, et al. (2018):
La intervención educativa forma parte de la práctica habitual de muchos profesionales que, en sus ámbitos específicos de actuación, se proponen planificar e implementar acciones que conduzcan a mejorar las oportunidades en la vida de las personas. Tanto en el ámbito de la educación formal como en el socio comunitario y el laboral, el éxito de las intervenciones que se plantean estos profesionales está íntimamente ligado a su capacidad de reflexión sobre las prácticas de enseñanza y aprendizaje que promueven y, particularmente, a la manera que tienen de fundamentarlas y evaluarlas para intentar desarrollarlas de la mejor manera posible. En este sentido, las últimas décadas de discusión en torno al papel de la investigación en el ejercicio profesional de la educación han servido para dejar atrás la época en que las decisiones se basaban en intuiciones, creencias o convicciones personales. Actualmente, en cambio, existe un importante consenso sobre la necesidad de que los profesionales lleven a cabo una actuación responsable que aspire a utilizar, siempre que sea posible, los métodos y procedimientos avalados por sus resultados y que, en último término, sometan sus intervenciones a un escrutinio y a un análisis sistemático que permita su evaluación” (Meneses, et al., 2018).
Entonces, la investigación científica (empírica) educativa se caracteriza por ser un quehacer explicativo de problemas educativos; es un quehacer que siguiendo la lógica de la investigación científica identifica problemas educativos reales, se hace preguntas sobre ellos, a los que siguen unas hipótesis: estas trazan la ruta de los datos que se requieren (cuantitativos y cualitativos) que se requieren, lo mismo que el tipo de técnicas e instrumentos necesarios para su búsqueda y procesamiento. Es empírica, precisamente, porque se ocupa de problemas reales y porque sostiene sus conclusiones con datos tomados del mundo real. Citando de nuevo a Meneses et al.:
“La consideración de la investigación científica como un proceso cíclico o iterativo en el que la recogida y el análisis sistemáticos de la información obtenida permiten mejorar nuestra comprensión sobre los fenómenos que nos hemos propuesto entender no solo pone de manifiesto el carácter empírico de esta manera de obtener nuevos conocimientos, sino que sitúa en primer plano la relevancia de los resultados que proporciona para poder hacerlo. Como decíamos, más allá de la diversidad de metodologías disponibles para llevarla a cabo, la investigación científica hace avanzar el conocimiento gracias a los indicios o las pruebas que es capaz de obtener para apoyar sus conclusiones y, de esta manera, ofrecer una cierta garantía de que el conocimiento generado se ajusta a lo que realmente ocurre con los fenómenos que queremos conocer. Estos indicios o pruebas son lo que, en este manual, llamamos evidencias científicas que, como veremos a continuación, tienen un papel clave al servicio de la fundamentación y la evaluación de las intervenciones educativas” (Meneses, et al., 2018).
Y, para terminar, conviene citar esta puntualización sobre el carácter de la investigación empírica en educación:
“La investigación educativa –dice Alicia Puebla Espinosa— equivale a investigación científica aplicada a la educación y debe ceñirse a las normas del método científico en su sentido más estricto. Desde esta perspectiva, se da carácter empírico de la investigación apoyándose en los mismos postulados que las ciencias naturales. Desde este punto de vista, investigar en educación ‘es el procedimiento más formal, sistemático e intensivo de llevar a cabo un análisis científico’ (…). ‘Consiste en una actividad encaminada hacia la creación de un cuerpo organizado de conocimientos científicos sobre todo aquello que resulta de interés para los educadores” (Puebla Espinosa, 2014).
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