José M. Tojeira
Cumpliendo la sentencia de la Corte Interamericana de Justicia respecto a la masacre de El Mozote, El Salvador está haciendo un registro de víctimas, de cara a indemnizar a familiares y personas de los asesinados en aquel crimen de lesa humanidad. Mientras un sector del Estado trabaja responsablemente en el cumplimiento de una sentencia condenatoria, otro sector del Estado, léase la Asamblea Legislativa, incluye en un minuto de silencio al principal actor de la masacre, teniente coronel Monterrosa. El concepto de víctima y de la responsabilidad que tenemos ante ellas todavía no está claro en demasiados políticos salvadoreños. Al contrario, la irresponsabilidad, el culto a la fuerza y la violencia, continúan floreciendo con demasiada frecuencia en sectores estatales que deberían tener vetado el acceso a ese tipo de expresiones. Incluso cuando se decide una obra simple y buena, mejorar el parque Cuscatlán, los políticos se olvidan que allí hay uno de los pocos monumentos dedicados a las víctimas de la guerra, e impiden a los parientes de las mismas el acceso a la zona, incluso en estas fechas que la tradición salvadoreña busca enflorar a sus difuntos.
Para demasiados políticos y para una porción de ciudadanos las víctimas parecen ser los derrotados de la historia, y en ese sentido los que hay que hacer desaparecer del panorama de los triunfadores. Sin embargo las víctimas no son el detritus de la historia. Tienen vida incluso después de una muerte injusta, devolviéndonos valores desde el dolor de su tragedia. En efecto las víctimas hacen que la indignación humana se haga más fuerte ante el mal. Despiertan sentimientos inundados de valores como son la compasión y la solidaridad. Hacen brotar deseos de justicia, reparación y garantías de no repetición de la brutalidad. Nos siguen ayudando, ya muertos ellos, a que seamos realmente humanos quienes hemos quedado vivos. E incluso en algunas ocasiones, especialmente cuando la víctima defendió ardientemente a otras víctimas, nos llevan a la alegría y la celebración. Viendo la alegría con la que repetidas veces ha celebrado nuestra población la canonización de Monseñor Romero, hoy nuestro San Romero, no podemos dudar que las víctimas despiertan un verdadero sentido de fiesta ante la nobleza y la valentía de su sacrificio.
El hecho de que la víctima es siempre superior al victimario no deja ninguna duda desde la ética y la religión. La víctima es capaz de perdonar, mientras que el victimario, en la medida en que lo es, se muestra siempre inflexible. En ese sentido, el respeto a las víctimas es siempre indeclinable. Mientras que los verdugos son en realidad los que merecen el olvido. Las personas éticamente normales no se dedican a insultar al victimario. Lo único que desean es que el puesto de la víctima, tanto en la historia como en las institucionalidad del país, sea claramente superior al del victimario. Pero lamentablemente ha sido la sociedad civil la que ha cargado mayoritariamente con ese esfuerzo de dignificar a las víctimas. La sociedad política ha necesitado, demasiadas veces, sentencias internacionales para poder devolver la dignidad a víctimas de la violencia del Estado.
El registro de víctimas del Mozote es sin duda meritorio y digno de alabanza, aunque haya tenido que haber una sentencia para que se realice. Lo mismo que hace años pasó con el resarcimiento a los familiares de las desaparecidas hermanitas Serrano, de las que el Estado salvadoreño decía que no había pruebas de su existencia, a pesar de los reclamos y testimonios de sus hermanos y parientes. Fruto también de aquella sentencia fue la constitución de la Comisión Nacional de Búsqueda de Niños y Niñas desaparecidos. Hoy debemos exigir que el registro de víctimas se amplíe a toda la guerra civil. Ellos, las víctimas, ejercieron más presión en favor de la paz que los propios firmantes de la misma. Recordarlas es un deber no sólo ético, sino indispensable para poder construir un El Salvador con auténticas garantías de no repetición de las barbaries del pasado.