René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
No se hablaba de otra cosa en la calle, en las entrevistas, en las redes sociales. La trama -si le podemos llamar así- se desarrolló en la capital, justo después del discurso del dirigente que vio cómo su fama se esfumaba en el vaho de las acusaciones de aburguesamiento y corrupción de la dirigencia de su partido. Era un día tormentoso, o imaginariamente tormentoso, por efecto de un súbito y fétido diluvio que se unió, para tristeza de los ladrones de lo público, a los resultados del proceso electoral que se presagiaban en los rumores y las encuestas. Todos, a la espera de una tregua del cielo, buscaron sus ropas de domingo y se alistaron para participar devotamente en las elecciones municipales y legislativas en las que, sin duda, estaría en juego la sed del pueblo; era un día con una aspereza climática que se extendió desde las primeras horas de la mañana hasta bien entrada la tarde, como augurando un cataclismo similar al de hacía dos años.
He de reconocer que cada día de sufragio es un día especial en este país -cuyo nombre no sabemos aún, pero al que conocemos muy bien- pues es la fecha en que el pueblo hace calistenia de sus derechos electorales (poder elegir y ser elegido, sin que elija a nadie ni sea elegido por los votantes), como todo pueblo democrático al que se le permite votar por el partido de la derecha extrema y rancia; o por el del medio que no está en medio de nada; o si se prefiere por el de la izquierda inocua; o por el partido que no conoce, pero lo ilusiona; o en blanco, total, en este país, hasta el momento, el dictador siempre es el mismo no importa quien gane en las urnas, y ese dictador perfecto, eterno y omnipresente es la corrupción. Así estaban las cosas ese día, todo parecía una sinfonía clásica bien ejecutada, excepto por el aguacero frío y hediondo que obligó a los ciudadanos a refugiarse en sus casas y les impidió el ejercicio de sus derechos electorales.
Lo que se vivía en los centros de votación era una áspera y anticipada ansiedad. A esos lugares fuertemente custodiados para impedir que “los de afuera provocaran disturbios”, los designados para dirigir el proceso llegaron puntualmente (con su respectivo presidente, quien, para consumar el fraude que les permitiera recuperar el poder de su partido, hasta se había cortado el pelo y rasurado el alma) aun cuando la lluvia caía sin piedad en todo el país. Su meta era instalar las mesas electorales y permitir -desde temprano- el inicio de la votación de las personas inscritas en el padrón, pero la ausencia de electores era alarmante, de seguro a causa de la lluvia, debido a que eso pondría en duda la credibilidad de los resultados que estaban listos a manipular.
En cadena nacional de radio y televisión, el patético presidente del Tribunal Supremo Electoral informó sobre el ausentismo, y afirmó que se debía al temporal que amenazaba con barrer toda la suciedad acumulada durante décadas por los grandes partidos que hicieron de la corrupción una virtud teologal.
En todos los centros electorales fue aumentando la ansiedad con el pasar de los minutos, y en las casas la gente expresaba su malestar e inconformidad porque no se previó que el día elegido para las elecciones estaría sometido por el fenómeno climático, lo cual ya se sabía con anterioridad debido a que las paredes tienen oídos, por tanto, decía la gente, hubiera sido mejor que el señor presidente de la República las aplazara unos días más. Como a las 11 de la mañana, casi cuatro horas tarde, la ansiedad tuvo un breve respiro cuando llegó el primer votante. La sonrisa le duró poco al presidente de la mesa, pues no se trataba de alguien de su partido.
El votante, un señor de unos cincuenta años, se acercó de forma pausada a la mesa número 32. Venía dejando tras de sí una estela húmeda debido a que la capa de plástico negro escurría agua sin piedad y salpicaba sus botas de hule. El presidente de la junta electoral recompuso su amplia sonrisa para convertirla en un simple acto del protocolo, porque este elector -robusto y estudiado, según se podía deducir de sus lentes- anunciaba la ansiada vuelta a la normalidad procesal, a la habitual senda de cumplidores ciudadanos que, para romperla o continuarla, avanzan lentamente en la larga fila de la mediocridad, sin impaciencia, sin reclamos, sabedores (dijo el tipo del escamoso partido de derecha, tarareando suavemente el son del Pirulino) de la estratégica y resucitadora importancia de estas elecciones municipales y legislativas. El hombre le entregó al presidente su documento único de identidad que lo acreditaba como elector, y este revisó el padrón y comprobó que estaba apto para votar. Gota a gota fueron llegando más y más electores y estos votaban sin desorden ni retrasos, pues no había tumultos que hicieran tortuosa la faena. Por la tarde, gota a gota, los electores fueron llegando al centro de votación hasta igualar al caudal de la lluvia que los golpeaba sin piedad.
La noche, ni lenta ni perezosa, instaló sus banderas en el cielo, pero más que ser eso un producto de la esencia rotativa del planeta, el avance de la noche se debía a su ansiedad por conocer los resultados de las urnas, las que no estaban rebalsando, pero mostraban unos ocho meses de embarazo. Cuando se dio por cerrado el proceso electoral, los votos empezaron a emigrar de las urnas, fielmente custodiados por los empapados ciudadanos que ese día encararon al mal tiempo para no encarar después a las ratas y ratitas de siempre, que son las que habían patrocinado el fétido aguacero para hacer fraude, debido a que esa era la única forma de ganar la mayoría legislativa y los principales municipios del país, cuyo nombre seguimos sin conocer.
Silencio por favor, voy a leer los resultados de la mesa 32, gritó, el secretario… Y en su rostro se reflejaba una tristeza fuera de este mundo. Atención, señores de la prensa: votó un 68 % de los inscritos en el padrón. Los votos válidos representan un 95 %, distribuidos así… Y entonces, como epitafio del temporal, un ruido ensordecedor -natural o provocado, eso lo sabremos hasta después- impidió que se oyeran los fatídicos datos del escrutinio. Las cartas fueron tiradas a pesar del temporal… Pero faltaba lo mejor.