René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Y es que, reinventar la sociología crítica -crítica de sí misma- y la revolución social que clama por nutrirla (sin sentir que nos alejamos de las ilusiones libertarias que le dieron personalidad a la sociología durante casi todo el siglo XX) es construir el puente que une el utopismo con las condiciones heredadas. En mi opinión, vivimos un proceso que crea singularidades sociológicas: un liderazgo carismático indiscutido y de nuevo tipo; nuevos derechos populares tales como el derecho a soñar, el derecho a que lo público sea mejor que lo privado (sobre todo la educación), y el derecho a que el Estado sea convertido en un sujeto social, todo lo cual es elemental para darle vida al imaginario y a la movilización social que la acompaña en busca de refundar la nación.
Es lógico que tales singularidades sociológicas dándose -y por darse- en el llamado “patio trasero” de los norteamericanos -en tanto son armas de un poder distinto, por progresista- suscitan fuertes reacciones de parte de los neoliberales y de una oposición política local que no sabe qué hacer, con quiénes hacer o deshacer, ni cómo hacer lo poco que entienden de la situación política, lo cual, al menos en el caso salvadoreño, la puso en modo de extinción total en la transición que se acaba de abrir porque dicha oposición no la abrió cuando gobernaron.
Sin duda alguna, un proceso de refundación teórica -como el que se propone- y político-práctico -como el que vivimos desde que, como pueblo, empezamos a vivir la revolución social que hemos soñado- nos obliga a realizar una hermenéutica de la utopía social para arribar a las nuevas comprensiones de las viejas ilusiones y, de entrada, eso es un problema, porque demanda reflexionar, afirmar, desestimar y volver a afirmar casi de forma simultánea, debido a que los actos y procesos transicionales están plagados de incertidumbres y vacíos en los mapas. Dentro de esas incertidumbres podemos señalar la de la fundir la identidad sociocultural con la concreción ciudadana de las oportunidades comunes -la concrecionalidad del sujeto, que sólo es tal cuando materializa en él todos los aspectos que lo definen socialmente, o sea la reinvención del ciudadano- y ambas circunstancias tienen que ver con refundar al Estado y, a partir de él, ensayar una democracia de la equivalencia frente a la inversión pública. La concreción ciudadana se reduce a hacer del poder cultural la premisa del poder político, y esto se logra saldando las deudas históricas con el pueblo (la construcción social de la dignidad colectiva a partir de lo público), más que con discursos sobre lo público; se logra haciendo la revolución, más que estar hablando sobre ella.
Por otro lado, reinventar la sociología crítica y la revolución social implica, en la práctica de ambas, promover formas distintas de organización, concientización y movilización social como participación política en las nuevas estatalidades a partir de las instituciones heredadas en el periodo transicional, las que funcionarán -para luego dejar de hacerlo y darle paso a otras- si se constituye una hegemonía popular, aunque ésta directamente no forme parte de la burocracia del nuevo grupo gobernante. Todo lo anterior es posible si, en lo externo, se trabaja por reconquistar la soberanía nacional (en todos sus ámbitos) que abra nuevas puertas de autodeterminación económica y comercial que permitan recorrer el camino del progreso y el desarrollo social colectivo.
En ese proceso de reinvención crítica, uno de los retos -teóricos y políticos- es saber transformar la voluntad social (acumulada en silencio durante tres décadas, y que proviene de la utopía social que se ha buscado desde múltiples y cruentas vías) en tácticas culturales y estrategias políticas nutridas con la esperanza de ser los primeros en lo mejor y lo último en lo peor, lo cual es factible si los cambios sociales (lo gradual) se convierten en transformaciones sociales (lo irreversible) por su impacto positivo -aquí y ya- en las condiciones de vida del pueblo, porque, de no ser así, se caerá de nuevo en la demagogia que llevó a la rebelión electoral recién vivida. Ahora bien, transitar del cambio a la transformación implica alianzas entre las clases sociales (lo que no es un tema nuevo en las luchas populares) que no eclipsen los intereses particulares de las luchas entre las clases sociales (muchos de ellos simbólicos), aunque como tales no sean parte de la consigna de acción del proceso transicional con miras a lo fundacional desde otra culturación, lo que algunos sociólogos denominan: proceso de decapitalidad de la sociedad, y eso es un proceso histórico con dos caminos (uno de ellos bicentenario) que conducen al mismo destino social de la reinvención.
Así como en la reinvención de la sociología crítica y de la revolución social será necesario afirmar viejas negaciones, en la transición política que las motiva será necesario, también, afirmar nuevas e indecibles acciones para resolver la injusticia social histórica (la desigualdad social es la causa originaria) y resolver del todo los problemas urgentes (la delincuencia y la corrupción), situación que nos lleva a confrontar o acusar al pasado, y en esa acusación descubrimos el dolor de las historias frustradas y de las teorías que han muerto de inanición o de desamparo.
Como pecado original de las urgencias por reinventar la sociología crítica y la revolución social: la vigencia de la injusticia histórica; como doctrina de ambas: la premisa de que las soluciones que se tomen, los caminos que se sigan y la teoría que se construya nunca serán la versión final; nunca estarán completas y patentadas; y nunca serán algo falso o verdadero, simplemente serán lo más adecuado y racional de cada momento histórico de acuerdo a la información y datos que se tengan disponibles. En ese sentido, una de las fortalezas de la sociología crítica reinventada será su carácter provisional.
Lo mismo podemos decir, hablando del grupo gobernante, acerca de la sociedad que se busca instaurar: ciertamente estaremos haciendo referencia a un bloque histórico en movimiento y en cuyo seno los protagonistas -los sujetos históricos- no tienen un papel vitalicio, no son un perfil solitario, ni gozan de impunidad frente a su desempeño, el cual se debe medir por los resultados en favor del pueblo, no por la nostalgia.