Por Wilfredo Arriola
Las cosas que a su momento parecieron trágicas hoy nos dan una enseñanza diferente, cambia la mirada y en ella el sentimiento que nos deja. Transitar por el pasado se convierte en algo tan rutinario que esa sensación es la que suele dictar el ánimo de hoy, eso, dependiendo de qué relación tengamos con el que fuimos, sí lo vemos con alegría o es una página la cual queremos pasar, pero solo de nombre, no por decisión. Las memorias se convierten en nuestro cielo, a veces con tormenta o el mejor de los soles, nombrarlo es lo que nos trae a este escrito.
Piedad Bonnett, en su poema Las Cicatrices, dicta: “Las cicatrices, pues, son las costuras de la memoria, un remate imperfecto que nos sana dañándonos. La forma que el tiempo encuentra de que nunca olvidemos las heridas”. Hay fechas que nos sacuden la existencia, que cada vez que volvemos a vivirlas, al año o a los años, ponen el dedo en la llaga, una herida secada de a poco, pero con la susceptibilidad de un presente débil, o no tan necesariamente así, porque basta con un recuerdo para poblar de fantasmas lo que a su momento vivimos. La pregunta es, ¿cómo me llevo con mis cicatrices? ¿de qué manera he aislado aquello que a su momento me marcó? ¿sigue siendo tan devastador ese pasado? ¿o lo miro con el crecimiento de mi actualidad? Navegar el pasado es propio de quienes se quieren aventurar en lo acido de lo que fue, ya un poco más por deporte que por reflejo, de vez en cuando retarse así mismo pone en evidencia el crecimiento del hoy. Llevarse bien con las memorias es sacar partida de un juego donde no hay ganadores ni perdedores, puesto el tiempo es el que funge como moderador, y en su afronte, solo queda la memoria, y es ahí, donde se elige en que parte uno se queda, si en el de la experiencia o en el de la amargura.
Recordar es editar el pasado, de poco en poco menos integro, más con la depuración de lo que nos queda en nuestra mentalidad. Me quedo con lo necesario del pasado, y ese, quizá ni siquiera puedo definirlo como tal, simplemente está dentro de mí como un reflejo, como una mirada, como un consejo no pedido, como un perdón que sin querer he aprendido a dar, como un hábito que formé y hoy se ha vuelto parte de mí. En mi voz, que se desgasta de poco a poco, en mis elecciones, en lo que destaco de mis amistades, en traer de las memorias una posibilidad de descubrir lo esencial ahora de las cosas. Sin ellas no fuera en quién me he convertido. “Debo mucho a quienes no amo. El alivio con que acepto que son más queridos por otro. La alegría de no ser yo, el lobo de sus ovejas”. Dice Wislawa Szymborska con la valentía de la verdad, que no es tarea fácil, ya que confesar lo contrario se vuelve una tarea peor, agradecer el sufrimiento no es tan crucial como confesar la felicidad de aquellos a los que amamos, el primero nos radicaliza, pero el segundo, ese nos vuelve indefensos y está bien serlo, con las personas indicadas. Somos memorias, pero ¿de cuáles?