Página de inicio » Opiniones » Reparar el tejido social y afrontar la violencia

Reparar el tejido social y afrontar la violencia

Oscar A. Fernández O.

Al tejido social suele atribuírsele tanto la noción de deterioro ético en el comportamiento de determinados grupos, thumb como las de inseguridad y delincuencia generalizadas. También se le confieren cualidades de solución, a través de reiterados llamados a la participación de individuos, familias, asociaciones, comunidades y entidades de gobierno –a la ciudadanía en general– a participar en los procesos y estrategias planeadas para fortalecerlo, reconstruirlo o bien restablecerlo, sostiene un estudio de la secretaría de seguridad de México.

El tejido social regula y determina las condiciones de participación y colaboración existente entre individuos, familias y grupos, condición por la cual, en el caso de nuestro país, no puede considerarse abatido. Es por su acción que por ejemplo, existen muestras espontáneas de solidaridad hacia quienes han sufrido la inundación de sus casas o testimonios de empatía y colaboración con los vecinos, o existen familias que son espacios abiertos y correspondientes, en el más amplio sentido, para la afectividad, la comunicación y la adquisición de la más básica integralidad humana, fundamentada en el aprendizaje y la práctica de valores.

En este contexto, resulta indispensable el cabal entendimiento del concepto “Tejido Social”, conocer su función en el complejo entramado de las sociedades, identificar claramente las acciones que inciden directamente en su solidez o debilitamiento y finalmente, orientar las estrategias de prevención social del delito hacia su regeneración permanente.

Actualmente, el término tejido social refiere a las relaciones significativas que determinan formas particulares de ser, producir, interactuar y proyectarse en los ámbitos familiar, comunitario, laboral y ciudadano (Y. Romero: 2010); funciona como una intrincada serie de relaciones y de acciones entre los individuos, las familias, las comunidades y entre éstos y sus instituciones, de manera que se retroalimentan mutuamente a través de una compleja estructura de vasos comunicantes.

El tejido social es un componente del comportamiento que une y permite la identificación de los individuos como parte de un grupo, cultura, tradición o nación o bien posibilita el establecimiento de las reglas condicionantes de la interacción. La sociedad es la expresión del tejido social de sus ciudadanos: nace, crece, se desarrolla y se expresa a través de ellos; es un activo para los individuos y los grupos cuya mayor presencia indica la existencia de una comunidad más participativa, unida y coherente. La fortaleza del tejido social es sinónimo de solidaridad y de respeto a los derechos de todos los miembros del grupo y la condición necesaria para construir un ambiente propicio para la creación de metas comunes y beneficiosas para las grandes mayorías nacionales.

Su debilitamiento es producto de los sentimientos de indefensión, agobio y miedo que surgen de amenazas –reales o imaginarias– que generan reacciones adversas a la cohesión social (cambios de hábitos, cambio en las condiciones de seguridad, crisis económicas, sociales o de valores, etc.) y se traducen como miedo al “otro”, a los diferentes, o bien como actitudes de estar permanentemente a la defensiva.

Numerosos autores coinciden en identificar a la inseguridad como un medio para el debilitamiento del tejido social. Dicen que, además de deteriorar la calidad de vida, la inseguridad genera una sensación de incertidumbre e indefensión que se ahonda al paso del tiempo, obligando a los ciudadanos a hacer conciencia “del otro” como diferente, al que hay que temerle o con el que no es bueno asociarse o, peor aún, con el que no es adecuado tener lazos amistosos o solidarios que puedan comprometer. O bien, que la inseguridad, provoca que las familias cambien sus hábitos de esparcimiento, que los individuos cambien sus formas de participación social.

Es una realidad que nos encontramos sumergidos en una grave crisis histórica. La ambición de «los amos del dinero y de la muerte» no encuentra límites, y para seguir saciándose harán lo que sea: asesinar, desaparecer y condenar a pueblos enteros a la muerte al despojarlos de la tierra y del agua. Al mismo tiempo, los pueblos, los de abajo, los condenados y despojados de la tierra; resisten, siempre resisten. Su lucha, nuestra lucha, que es por la vida, por la justicia y por la verdad, hoy toma nuevas dimensiones.

Configuramos un espiral de violencias y contra-violencias sin precedente. Somos parte de un escalada de actos de intolerancia, corrupción, marginación y discriminación. Somos parte de la globalización de la violencia. Presenciamos modelos y estilos violentos de convivir, gobernar y educar. Modelos y estilos que se caracterizan por la conflagración, el castigo y la intolerancia que lleva a la confrontación. Modelos y estilos donde las decisiones se toman sin la participación de aquellos sectores siempre-presos de la exclusión. Modelos y estilos cuyos motivos son el individualismo, la competitividad y el lucro desmedido. Modelos y estilos que, ciertamente, nos han legado una alta “ganancia de violencias”. Modelos en los que el crimen se vuelve cultura y negocio.

El crimen organizado transnacional, por ejemplo, contempla al menos 23 delitos, entre los que destacan: lavado de dinero, secuestro, tráfico de armas, tráfico de personas indocumentadas, trata de personas y narcotráfico. Es un negocio que aglutina a otros y que genera ganancias millonarias. De acuerdo con datos de la UNODC, en 2009 el crimen organizado transnacional generó ganancias por 870 mil millones de dólares en todo el mundo, equivalente al 1.5% del PIB mundial de ese año.

Entre los negocios más redituables estuvieron la venta de cocaína y heroína (320 mil millones de dólares), la trata de personas (32 mil millones de dólares), el tráfico ilícito de armas (entre 170 y 320 millones de dólares) y el tráfico ilícito de recursos naturales (3,500 millones de dólares) (R. Romero: 2015)

El crimen organizado no es una «anomalía» sino un producto del sistema capitalista, le es completamente funcional, de hecho es quizá su expresión más acabada. Al ser el capitalismo un sistema económico, político, social y cultural, la sociedad en su totalidad se ve modificada. La criminalidad toca todos los aspectos de la vida. Miles de familias, comunidades y pueblos son devastados por los efectos más concretos de aquélla.

La exacerbación del individualismo y la ruptura del tejido social son algunas de las consecuencias más visibles. Asimismo, permea la idea de que todos somos criminales en potencia. Las víctimas se vuelven victimarias y se les convierte en responsables de sus propias desgracias.

Para las corporaciones criminales –y para el capitalismo en general– todo es mercancía: drogas, armas, hombres, mujeres, niños, niñas, órganos humanos, tierra, agua, minerales, etcétera. La vida toda es reducida a mercancía. Defender la vida resulta revolucionario –y necesario– frente a un proyecto que se basa en la muerte, dice Romero.

En esta confrontación del crimen contra las sociedades, es indispensable a la par de otras medidas efectistas, reintegrar el tejido social de nuestra nación, que ha sido despedazado por el capitalismo voraz que nos consume. Para ello debemos tener la determinación de enfrentar y destruir, como Estado y como sociedad, a las formas más abyectas y criminales que se manifiestan en el capitalismo. Es necesario comprometerse con someter a la ley y a la efectividad de las instituciones, a las organizaciones criminales que se ocultan detrás un disfraz de decencia y se cobijan con las normas del régimen creado por ellos.

La familia, la escuela, la iglesia, las asociaciones de vecinos, los sindicatos, entre otros, son instituciones que (como parte de los diferentes entornos de los individuos) favorecen la interacción –con “el otro” y “lo otro” – propiciando tanto a la creación de mundos simbólicos y redes de sentido que se tejen en la cotidianidad, como la satisfacción de necesidades vitales –seguridad, formación, establecimiento de relaciones satisfactorias, etcétera–. La función social de estas instituciones, es regular las diferentes conductas que los individuos adoptan con el fin de ser, producir, interactuar y proyectarse; para ello, establecen normas y criterios que, al cumplirlas, permiten a los individuos identificarse como parte de la sociedad.

El tejido social, producto de la identificación de los individuos como partes de una sociedad que responde a normas y criterios de actuación acordes tanto con los valores y tradiciones del grupo (simbolismos), como con la legítima satisfacción de necesidades, depende entonces, de la fortaleza de las instituciones.

La prevención del delito es una parte fundamental de cualquier política de seguridad. Sólo los vecinos pueden identificar las necesidades específicas de una comunidad. Así, su participación se vuelve central al momento de desarrollar planes y propuestas adecuados a la realidad local. La participación de la comunidad en el diseño, implementación y evaluación de políticas públicas de seguridad es una de las claves del paradigma de la seguridad democrática, y también uno de sus mayores desafíos.

Es necesario y urgente entonces, generar instancias de integración comunitaria que contribuyen a recuperar el tejido social actuando sobre la prevención social de la violencia y el delito, uno de los núcleos centrales de la política pública de seguridad de nuestro gobierno.

Ver también

Qué hacer ante la derogación de la prohibición de la minería metálica

Por Leonel Herrera* Por orden de Nayib Bukele, la bancada oficialista y sus aliados aprobaron, …