MARLON CHICAS
El tecleño memorioso
“Quien quiera ser grande, que sirva a los demás, No que se sirva de los demás”.
Papa Francisco.
Conversando con mi buen amigo, el escritor Álvaro Darío Lara, recordábamos a un hombre que fue pieza clave para alcanzar el fin de la guerra. Por ello deseo referirme, en esta ocasión, a la insigne personalidad de un eclesiástico que trabajó por el logro de la paz en nuestro país El Salvador, en tiempos convulsos. Esta figura es el querido Pastor, Monseñor Arturo Rivera y Damas, originario de San Esteban Catarina al norte de San Vicente, quien desde su juventud, se dedicó a trabajar por los pobres, siendo fiel a su vocación religiosa, lo que le llevó a ingresar a la Congregación Salesiana.
Años más tarde, su santidad San Juan XXIII, le nombra Obispo Auxiliar de San Salvador, siendo elegido posteriormente por San Pablo VI, en 1977, como Obispo de Santiago de María, cargo que ocupó su antecesor San Óscar Arnulfo Romero. La mano de Dios le llevará a asumir un nuevo reto en su vida sacerdotal, siendo ungido por San Juan Pablo II en el cargo de Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de San Salvador, luego será confirmado un 26 de febrero de 1983 como Arzobispo Metropolitano de San Salvador.
Vienen a mi memoria, las ocasiones en que coincidí con él, con motivo de sus visitas a la Comunidad Jesuita de la Iglesia El Carmen de Santa Tecla, ya que este servidor, de niño, fue acólito de dicho templo, asistiéndole en las celebraciones en honor a Nuestra Señora del Carmelo.
Monseñor Rivera era un hombre corpulento, de mirada tierna, voz potente, y de pocas palabras. Iluminado por el Espíritu de Dios exhortaba a la defensa de los derechos humanos de los salvadoreños a través del diálogo, en medio del conflicto armado que desangró al país durante doce largos años.
Recuerdo con cariño la única foto que conservo de mi encuentro con él, en la que al igual que su antecesor Monseñor Romero, me exhortó a cortarme las greñas, mirándome con una sonrisa en sus labios. Años más tarde volvería a cruzarme en su camino durante mis estudios de filosofía en el Seminario Mayor San José de la Montaña.
La paz por fin llegó. Se acallaron los fusiles e inició una incipiente democracia en nuestra patria. Pocos se acuerdan de la valiente decisión y coraje de Monseñor Rivera y su auxiliar cardenal Rosa Chávez durante las difíciles reuniones de diálogo en La Palma, Ayagualo, la Nunciatura Apostólica y otras locaciones.
La historia salvadoreña registra la aportación a la Paz por parte de Monseñor Rivera. Su importante obra está guardada en la mente y corazón del pueblo. Este reconocimiento se puso de manifiesto en sus honras fúnebres el 26 noviembre de 1994 en la Basílica del Sagrado Corazón de San Salvador.
Sus restos descansan junto a los de su amigo y hermano en la fe, San Óscar Arnulfo Romero, como ejemplos de quienes se entregaron, hasta las últimas consecuencias, por legarnos una sociedad más justa y fraterna.