Luis Armando González
A nadie le gusta pagar impuestos, treatment que precisamente se llaman así porque se imponen. Sin embargo, doctor es una obligación ciudadana hacerlo, viagra pues son una de las contracaras de muchos de los derechos que se reclaman y que es responsabilidad del Estado atender de la mejor manera posible. Definitivamente, un Estado quebrado fiscalmente no puede responder a sus obligaciones básicas –como mantener las calles en un buen estado, recolectar la basura, asegurar el alumbrado público, ofrecer seguridad a la ciudadanía, entre otras tareas— y ya no se diga responsabilidades de mayor envergadura como cobertura sanitaria universal, educación gratuita de calidad, seguridad social para toda la población, etc.
Asimismo, incluso un Estado mínimo –es decir, un Estado reducido en sus atribuciones y responsabilidades— necesita recursos para funcionar y para atender asuntos de los que el mercado no puede (ni quiere) hacerse cargo. Quizás una sociedad sin Estado no se vea obligada a pagar impuestos, aunque sí tendría que comprarlo todo, pero esa sociedad no ha aparecido por ningún lado, así que mientras haya Estado y este asuma tareas que otros no quieren ni pueden asumir los impuestos seguirán existiendo.
En la medida en que el Estado asume mayores responsabilidades (sociales, económicas, ambientales, de seguridad) en esa medida requiere de los recursos financieros para darles el debido cumplimiento. Y esos recursos sólo pueden obtenerse por la vía del crédito (endeudamiento), por la vía de los donativos o por la vía de la tributación. Los tres caminos no son excluyentes, pero el último debe ser el más importante, sobre todo en sociedades donde las inequidades tributarias son exageradas.
En el caso de El Salvador, desde 2009, el Estado salvadoreño ha venido asumiendo (o reasumiendo) responsabilidades indelegables, en materia de educación, salud, infraestructura, medio ambiente, protección de la población adulta, protección de la niñez y la adolescencia, seguridad pública, entre otras. A partir de 2014, ese compromiso, lejos de verse disminuido, se ha visto fortalecido, una vez que el nuevo Presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, ha anunciado su intención de orientar el quehacer de su gestión de gobierno en el marco del paradigma del Buen Vivir.
El Buen Vivir asigna al Estado responsabilidades extraordinarias en favor de los sectores sociales más vulnerables. Esas responsabilidades no podrán ser asumidas sin recursos. Tan simple como eso. Lo mismo que sin recursos no pudieron haberse atendido –entre 2009 y 2014— las necesidades sociales de la población ni pudo haberse mejorado la infraestructura vial (comenzando con el Bulevar Mons. Romero), en este nuevo quinquenio de gobierno (2014-2019) no podrán seguirse atendiendo programas sociales vigentes ni crear otros nuevos si el Estado no tiene la debida solvencia financiera. No se trata de cuál sea el signo ideológico de este o cualquier otro gobierno, sino de si el Estado está en condiciones de funcionar y de cumplir con sus responsabilidades constitucionales.
Visto realistamente, el Estado salvadoreño adolece de profundas debilidades, siendo una de ellas su debilidad financiera. Cualquier gobierno que pretenda hace de lo social el centro del quehacer estatal debe fortalecer las finanzas públicas, diseñando un esquema impositivo progresivo.
Quienes siempre se han resistido a ver afectada su riqueza con las cargas impositivas correspondientes se han valido de distintos argumentos para eximirse de su responsabilidad. Uno ha sido el de apelar al impacto negativo que ello tendrá en el crecimiento económico; otro, al efecto negativo que los impuestos tendrán sobre los consumidores; un tercer argumento ha apuntado a que el Estado no tiene porqué asumir responsabilidades sociales (lo mejor es que las delegue en instancias privadas o, mejor aún, en los individuos); y un cuarto –que en estos momentos hace de las delicias de los voceros de la derecha empresarial y de gente sencilla que repite ese argumento— dice que el dinero de los impuestos sólo sirve para favorecer a los funcionarios, es decir, que estos buscan obtener más impuestos para beneficio propio.
En fin, ninguno de esos argumentos anti-impuestos tiene sustancia. El último –destinado a tocar la sensibilidad de las personas— no sólo obvia flagrantemente los logros sociales que se han obtenido, entre 2009 y 2014, con el uso de los recursos públicos, sino que parte de una deslegitimación –nacida de prejuicios ideológicos y emotivos— de actividades de gobierno totalmente normales. Más aún, esta visión descansa en una condena a priori de la política y los políticos, según la cual todo lo que emana de aquélla y de éstos es de la peor calaña.
Quienes pretenden, incansablemente, vender la idea que los impuestos son para beneficiar a los políticos –en su mira están principalmente los diputados y diputadas de la Asamblea Legislativa— quieren convencer a la gente de que si no se pagan más (u otros) impuestos los únicos perjudicados serán –según su discurso— los políticos que se “benefician” con ellos, obviando que son los sectores más pobres y vulnerables los que saldrán perjudicados. Como dijo el poeta Oswaldo Escobar Velado: “así marcha y camina la mentira entre nosotros. Así las actitudes de los irresponsables”.