Retorno imaginario

(Fragmento de “Diario de campo (Memoria de una estancia en el zoco)”, Editorial Flor de Barro, 2015)

 

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

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Desde Comala siempre…

 

Es de noche, preparas maletas, sales, alcanzas Richard Lenoir por la rue Sedaine. Te encaminas, moviendo el maletín como péndulo, tratas de parar un taxi.  Ya te vas a San Salvador, piensas.  No, ya regresas de San Salvador, imaginas.  Nunca has estado en San Salvador, sueño, ilusión de infancia.  Pasas por las instalaciones del mercado, los camiones listos, repletos de verduras.  Bordeas los puestos, como si fuera la hora precisa de la compra; los árabes a tu izquierda, vendiendo al dos por uno, más barato que nadie.  No hay guiño de ojo ni reducción alguna; sólo el zumbido de una canción de Cheo Feliciano que retumba en tu cabeza, disipándose como bolero: “sentir mi problema y vivir la vida con cara de amor…”.  Caminas lento, pausado, siguiendo el compás de la música que resuena.  Ya llegaste a San Salvador, dando trompos, corriendo, tomaste un taxi .

 

—Al aeropuerto, rápido, por favor, que pierdo el avión.

 

—Sí señor, cómo no.

 

Apretando el acelerador, ni tiempo de poner las valijas en el baúl.

 

—Apúrese, es hora de abordar.

 

—Zum, se encienden los motores.  Y estás ahí, en la Colonia Modelo, en la casa de tu infancia, leyendo, en la terraza que da al jardín, junto a la mata de mango, donde el tacuazín viene, de tiempo en tiempo, a asustar a los que merodean su guarida.  Cruzas el portón de hierro negro que sirve de entrada, bajas una y otra grada, con olor a veranera húmeda, una calle de piedra en círculo se abre a tus pies.  Pasos irregulares, tambaleantes, te acarrean de la casa de la muerta a la de tu tía Sarita.  ¡Qué raro!, piensas, tantos años desocupada, negra, polvosa, con las ventanas selladas, casa clausurada sin espantos; sin más antecedente que una ahorcada, oscilando, en el umbral de la puerta, marcando la hora como péndulo.  Nunca osaste allanar ni averiguar la historia; tan sólo permanece vívido aún, el recuerdo del camino acostumbrado, yendo de la mano de tu tía Sarita.

 

Siempre me gustó la casa de mi tía, por su situación recóndita y alejada.  No sólo estaba en las afueras de San Salvador, sino la pendiente de piedra que conducía a mi casa, parecía disminuir su ángulo para enderezarse, al final, en frente de la casa de mi tía.  Allí, daba vuelta y descendía, de manera menos abrupta.  Su situación aledaña la aproximaba al monte y a la quebrada.  Ella era el límite de la Colonia, de las casas de bajareque construidas a principios de siglo, luego del terremoto.  A sus faldas, hundidas en las barrancas, pululan, aún ahora, casas de cartón, un enorme vecindario perecedero.  El tipo de construcción de su casa denotaba la época.  Jardín al frente y a un costado de ella, abierto al transeúnte, dos árboles de guayaba y un madrecacao aportaban la sombra y el frescor necesarios al reposo; ventanas altas, protegidas por unos barrotes de hierro forjado, se vestían de una doble cortina.  La luz era tenue, escasa, su presencia era vista como una afrenta.  Por ello, invariablemente, las cortinas permanecían corridas, sin dejar sino que unos cuantos rayos de sol se insinuaran sobre la alfombra de la sala.  Siempre a media luz, en tinieblas, viviendo en oscuro recogimiento; su opacidad contrastaba con las reverberaciones del sol, desafiaba la claridad del trópico.  La sala y el comedor, con sus marrones oscuros y verde botella, invitaba al repliegue y al ensimismamiento.  Su soltería la había empujado a refugiarse en el sigilo, fuera de la indiscreción citadina.  Sus salidas eran modestas, parcas, como guardando abstinencia.  Incluso, el jardín le parecía externo.  De no haber sido por la visita acostumbrada de un señor que cortaba el césped, y de nuestro desaforado gusto por las guayabas peruleras, hubiera dado la impresión de olvido y abandono.  El exterior le era ajeno.  De tiempo en tiempo, se dirigía al centro de la ciudad y recorría los almacenes de los chinos.  Una visita al mes le bastaba para hacerse de provisiones.  Compraba cartulina y papel de diferentes colores y textura, cartoncillo para pasta; emprendía su tarea.  Escribía cuentos infantiles, ilustrados; caligrafía y dibujo se confundían en un trazo único.  Los guardaba con recelo.  Y yo llegaba a verla, después del almuerzo, a esperar que me ofreciera una copita de crema de café.  La bebía sorbo a sorbo para prolongar la visita.

 

Te detienes frente a su casa, curioso, alzando la cabeza, moviéndola de derecha a izquierda, en son de demanda; consultando a la vista, escudriñando el jardín, inquieres la fachada.  Nada ha cambiado.  Hasta que en un momento, una señora joven se intercala en tu suspenso.

 

—Buenas tardes, se dirige a ti desde las ventanas hacia las gradas del jardín que empezabas a subir.

 

—¡Ah!, buenas tardes, señora.  Titubeas, te intimida su presencia, te caes de la nube en que andabas.

 

—Soy Fernando Palma, prosigues, mis papás viven en la casa de entrada de la Colonia.  Tengo tiempo de no venir a San Salvador y ahora que estoy de vacaciones, decidí dar una vuelta por aquí.  Esta casa era de mi tía Sarita y, al morir, mi familia se las vendió a Uds.  Te metes la mano en la bolsa y con la otra te tocas el pelo con nerviosismo.

 

—¡Ah!, sí, ya sé quien es Ud.  Yo soy María Larios, mucho gusto, te cierra la mano.  Nosotros, desde la muerte de su tía, quisimos comprar la casa.  Nos parecía una señora formidable y, además, la ubicación nos encanta.  Sale por la puerta principal, agita las manos con la naturalidad de quien espera una visita.

 

—Pase adelante, mi marido y mi hija han ido de compras, pero si quiere, puedo mostrársela por dentro.  Dice, haciendo el gesto de entrada, desliza la mano por el aire, como en reverencia, se apresta a la puerta.

 

—Bueno, si no es molestia, me gustaría darle una ojeada.  Siendo niño, venía con frecuencia de visita.  Te relajas, empiezas a cobrar confianza, descargas tu nerviosismo en una uña que sale expedida por los aires.

 

—Sí, fíjese que yo conozco a toda su familia, incluso a su abuela, la hermana de la niña Sarita, su tía.

 

Penetras en la sala y te sorprendes, todo idéntico, todo está igual.  Únicamente los muebles han sido movidos.  La casa permanece fiel, sin cambio alguno, como un decorado inmutable que nadie ha querido profanar.  Te quedas, absorto, mudo, perplejo de observar las paredes despintadas, la pintura carcomida, descascarada por el tiempo.

 

—Después de comprarla, creímos que valía la pena conservarla tal cual.  Siempre nos hemos sentido muy apegados a su tía Sarita.  Por supuesto, no es que la hayamos conocido muy bien en vida, la vimos una o dos veces nada más, pues nosotros vivíamos aquí cerca, en San Jacinto.  Pero ya ve, uno se encariña con las cosas, les guarda sentimiento.  Fíjese que no siquiera hemos querido pintarla.  Mire cómo está la pintura, pero así nos gusta, porque así la dejó ella.  Se mueve en dirección del comedor y se coloca al lado del pilar que lo divide de la sala.

 

Tú, estupefacto, sin respuesta pronta, te entregas a escudriñar las paredes, a interpelar las figuras de la pintura corroída, hasta darte cuenta de las anotaciones que las pueblan.  Así, tu atención se desvía de una figura informe hacia una serie de oraciones apuntadas con cuidado a todo lo largo de la pared.

 

Con un movimiento ligero, ágil, la señora alarga la mano y enciende una lámpara que chorrea borbollones de luz en ese cuarto opaco.  Las anotaciones se aclaran, invitando a su lectura.

 

*****

A continuar

 

 

 

 

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