José M. Tojeira
Que El Salvador tiene enormes retos nadie lo puede negar. Que tiene la capacidad de enfrentarlos parece obvio, see después de haber asumido el desafío de superar una guerra civil a través del diálogo y llegar a unos acuerdos de paz. Es cierto que para ello hubo previamente mucho sacrificio, doctor intentos incomprendidos e incluso sangre de aquellos a los que hoy llamamos mártires. También hubo fuerte presiones internacionales que estimularon a las partes en conflicto, junto con los partidarios internos del diálogo, para que llegaran a acuerdos. Pero tras este éxito del diálogo, las cosas han caminado con bastante torpeza. Los temas problemáticos se acumulan uno tras otro y no se acaban de conseguir acuerdos estratégicos que prevean y posibiliten la solución de los problemas. Por eso es importante recordar los retos con cierta frecuencia. De lo contrario, con liderazgos polarizados, con despreocupación por los más pobres y con un sistema socioeconómico tremendamente marcado por la desigualdad, no avanzaremos más que hacia fracasos.
Acabamos de pasar el día del trabajo. Un día dedicado a lo que es fundamental en la vida humana: trabajar. Y un día dedicado a que precisamente el trabajo sea adecuadamente remunerado, despierte la creatividad social, genere cohesión y sea el principal impulsor, en el marco de las diferentes generaciones, tanto del desarrollo personal como social. Pero el trabajo está mal pagado en El Salvador. Mientras el conocimiento y las expectativas de la gente crecen, los salarios continúan siendo en su mayoría deficientes o simplemente injustos. Tomarse en serio el aumento del salario mínimo que propone el Gobierno, que las empresas e instituciones más dinámicas ya cumplen, sigue siendo un reto que todavía parecen no comprender un buen número de empresarios. Sólo con salarios decentes podremos salir adelante. Y aunque la propuesta de 300 dólares en la ciudad y 250 en el campo no nos parezca maravillosa, es un avance mucho más importante que esos diez o doce por ciento repartidos en tres años, que es a lo máximo que hemos llegados hasta el presente en un salario mínimo absurdamente dividido en diez niveles duramente desiguales y con claras marcas racistas.
La salud es otro de los grandes problemas de El Salvador. Las dos palabras que más abundan en algunos hospitales públicos son trágicas: “No hay” es lo que más escuchan enfermeras, médicos y familiares de los ingresados, que con frecuencia tienen que salir corriendo para suplir, desde su propio dinero, las carencias hospitalarias. El sistema es además desigual, estratifica un derecho básico que debe ser igual y margina a los más pobres. La inversión pública en salud está muy por abajo de las necesidades salvadoreñas. Y el gasto privado en salud es exageradamente alto, precisamente debido a la ineficacia del Estado a la hora de brindar un buen servicio público. Con el agravante de que el sistema de salud privado no atiende en todas sus necesidades curativas, desde simples enfermedades a cirugías y atenciones especializadas, más que a un mínimo porcentaje de la población.
La educación, con sus graves déficits, mantiene al país en niveles de desarrollo desigual, escaso y conflictivo. A pesar del aumento en la inversión en educación que se dio a partir de la finalización de la guerra, el presupuesto de educación continua siendo insuficiente e incluso generador de graves desigualdades. Los salarios bajos de los maestros quitan atractivo a una profesión que debía ser prioritaria en el país, si queremos llegar en una generación al mundo del desarrollo y la equidad. Las carencias en la educación preescolar, con más de un millón de niños absolutamente desatendidos, marcan una clara desventaja del joven salvadoreño respecto al de los países desarrollados. La deserción escolar a partir especialmente de los 12 años y la ausencia de jóvenes en los bachilleratos, pone en el mundo del desempleo y la calle a medio millón de jóvenes menores de 18 años. En un país de seis millones como el nuestro, con abundante violencia juvenil, el tema es profundamente preocupante.
Más allá de estos problemas hay otros que desde su abundancia marcan la tendencia de nuestra sociedad a la desigualdad. La pobreza se puede decir sin temor a equivocarnos que afecta al 50% de la población. Un 75% de la población adulta mayor carece de pensión de jubilación. El sistema actual de pensiones, construido sobre administradoras privadas y el ahorro del cotizante, ni asegura una pensión decente ni tiene capacidad de cobertura universal. La falta de debate serio sobre el tema y las resistencias a una reforma del sistema de pensiones muestra la incapacidad de diálogo sobre el bien común que tienen algunos de los liderazgos nacionales. La incapacidad de regular el tráfico, generando tanto accidentes como un peligrosa polución ambiental en algunas de nuestras ciudades, es un síntoma más de la despreocupación por el bien común. La dificultad que se encuentra para conseguir inversión en temas de prevención del delito, frente a la facilidad con la que se emiten leyes y penas duras, muestran la dificultad que el cambio social encuentra en nuestro país frente a culturas violentas nacidas de la desigualdad.
Y queda más todavía. Pero lo importante es recordar que sin un diálogo serio sobre todos estos temas jamás saldremos de una situación tensa, donde demasiadas personas seguirán optando por marcharse del país y donde la violencia permanecerá con índices propios de epidemia. Y no es que no se quiera dialogar, sino que cuando se llega a la conciencia de que es indispensable una reforma tributaria para poder enfrentar con seriedad los problemas salvadoreños, el diálogo desaparece. Los poderosos económicamente no quieren un Estado que redistribuya la riqueza desde parámetros de justicia social. Los políticos en su conjunto suelen estar más interesados en sus intereses particulares que en el bien común, aunque haya gente buena entre ellos. La sociedad civil tiende a no unirse, salvo en excepciones. No hay propuesta en este campo de parte de la población civil. Pero la verdad de los problemas repite al final algo ineludible: Sin una reforma fiscal profunda, progresiva y orientada al desarrollo de las grandes mayorías, el Salvador no saldrá de sus problemas. El reto es grande y los acuerdos son necesarios. El diálogo es el que a veces resulta insuficiente. Llegamos con frecuencia al ver, pero nos paralizamos ante la necesidad de actuar rompiendo los esquemas actuales, que no nos llevan más que al estancamiento.