René Martínez Pineda
Como ritual inviolable y axiológico –eso último porque estoy en la hora más oscura del brillante engaño de la virtualidad- me desnudo cuando escribo. Esa metáfora es un código literario sublime -sería grotesco interpretarlo literalmente- que hay que descifrar, con Roque, más allá del morbo hipócrita con el que habla la moralista mientras se retuerce en la cama de su amante. Sí… me desnudo con cada palabra besada, con cada metáfora mimada, con cada gerundio eyaculado, para escribir sin máscaras ni cáscaras, sin tapujos ni reflujos, y darle rienda suelta al demonio de mis demonios y a los embrujos que me embrujan con su ir y venir incesante en el lomo drástico de una flor en ebullición. Pero, tanta blasfemia no pasa desapercibida por quienes, tras darle golpe de Estado al compromiso con el pueblo, tienen como misión matar la cultura, privatizar la realidad y encerrar en un calabozo de soledad a los cuerpos-sentimientos, razón por la cual espero el citatorio incriminatorio con el que querrán domarme.
Es viernes santo y me citaron a las ocho de la tarde para oír mis alegatos. ¡Las 9 y todo en caaaaalma, no hay estudiantes a la vista! pasó gritando el oscuro profesor de Historia del Siglo XX. La agenda es larga y soy el último punto. Ya son las 10:13 de la tarde, del día de San Juan, y la comisión académica aún no dictamina sobre el vulgar currículo del famélico maestro que tiene una especialidad especial en manoseo de almas ingenuas y programación de horarios de clase sin clases sociales y, para terminar de joder, cobra sobresueldo a pesar de su notoria ausencia laboral, motivo por el cual es un feroz defensor de las clases virtuales, pues puede rascarse el culo mientras da clases, así como trabajar en otro lugar sin que nadie lo sepa; el juez de veintiún hocicos sin cabeza de las humanidades deshumanizadas hace lo suyo contra los estudiantes mientras un zope didáctico lo entuturuta con la prueba del puro para que no sienta remordimiento por el doloso y doloroso genocidio educativo que comete. El zope, capataz de call center, pone oídos sordos al sellar la deserción debido a las clases virtuales e inventa frases sosas para espantar las sospechas que vuelan en sus sobacos bancarios; la meritísima maestra de la flojera pedagógico-digital solicita le ratifiquen el rapaz linaje que la acredita como vendedora de fritada ideológica y portadora del chambre con curtido on line; el cien pies superior no publica en el diario oficial la cantidad de estudiantes reprobados por la falta de huevos pedagógicos de los maestros y por la falta de educación cara a cara con sus compañeros y con la realidad; el secretario general, poniendo cara de acéfalo, solicita autorización para legalizar el doctorado en uñas acrílicas de la mano derecha, y yo, en silencio, recuerdo que la novela que escribo sigue en busca de imágenes que se descobijen sin fanfarria para darle piel a los fantasmas asesinados… y entonces las palabras mueren de tristeza o se suicidan por pereza al ver el campo de fresas del 30 de julio que nos enseñó que un soldado vale más que un estudiante, así como hoy se nos quiere enseñar que la simulación de la realidad vale más que la realidad misma.
La agenda sigue su camino hacia la banalidad en la que las neuronas se cortan las venas en el insondable mar de la ignorancia… y mientras tanto yo espero que dictaminen sobre el cum honorífico de mi locura que lucha contra los molinos de viento del capital digital, y autoricen el examen de suficiencia de mis deseos de comerme en ayunas la nueva sociedad que quiere asomar su rostro de carne y hueso; mientras tanto yo espero que firmen el informe oficial de la deserción de las libélulas daltónicas que, venciendo traiciones, me dan un adelanto de la resurrección de la utopía; mientras tanto yo espero que ratifiquen el abolengo de la drástica metáfora que quedó a la deriva en el naufragio de las presencias, navegando a ciegas en una foto que nunca tuve clavada en los ojos porque no está incluida esa actividad sumativa en el programa de Historia sin Salvador y sin gente; mientras tanto remonto las huellas que me llevan hasta el centro de la tierra de la mujer que guarda el secreto de la leche que debería ser la última imagen de los niños antes de dormir; mientras tanto lamento que no haya examen de suficiencia renal por la anunciada reprobación de mis demonios que son acusados de militar en la sociología de las presencias y de subvertir el régimen de la real academia de los pelos con lengua; mientras tanto lamento que en el diplomado superior de mis suspiros no se haya matriculado la mirada de la María con pecado concebida; mientras tanto pongo un “pero” y espero desesperado que el viaje de mis palabras sea ratificado como misión oficial, según lo estipula la ley orgánica de la maquila. Son las 13:12 de la noche, del día de San Mateo, y no sé si suicidarme en los puntos varios de la agenda o salir en busca de las luciérnagas de la memoria antes de que pasen la lista de asistencia que marchitará a la rosa negra que brota cuando la lluvia hace que me asome a la ventana sin rostro con la esperanza de verla descalza en los ríos sin masacrados y pueda decodificar el misterio de los celajes en la tormenta de las presencias a las que tanto temen los traidores de la educación, a la que le doy las gracias por dejarme ayudarla a comprender que sin socialización sólo es un cúmulo de temas sin significado.
Sigo esperando mi turno de unicornio azul para pasar al banquillo de los acusados por el delito de incitar a la insurrección de los cuerpos en las aulas; sigo esperando estar frente a quienes ocultan la luna de la pedagogía presencial para que los estudiantes no puedan cambiar la realidad mientras fuman una azucena y beben cantaradas de palabras propias que reflejen la vida en las calles, lugar donde la ciencia nace y se rehace en sus manos cuando averiguan el monto del recibo de la luz que es tan grande como el mundo.
Con toda seguridad burocrática, me condenarán a arresto domiciliar para que mis denuncias contra los que se roban la socialización y privatizan la realidad sean un grito sordo que se ahogue en la sal de mis lágrimas sin párpados ni atajos; para que se me pegue la costra digital que sepulta cuerpos, ciudades y manos de fuego. A las 19:44 de la mañana, del día de San Maximiliano, tomé la decisión de no entrar porque, de todos modos, el veredicto condenatorio ya estaba firmado sin haberme oído, y en los considerandos anuló mi sed de nostalgias y la sed de los jóvenes ahogados en las pantallas del laberinto que está poblado de ausencias. Además, a esa hora el tedio puede más que las consecuencias y el mal de ojo.
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