Ramón D. Rivas*
Considero que este número es un singular aporte literario que viene a sumarse a los cientos de libros que se han escrito sobre la vida y muerte de un hombre que murió para luego renacer en la mente y corazones de todos aquellos que le conocieron, sildenafil le amaron y escucharon durante sus tres años de ministerio pastoral como arzobispo de San Salvador. Escribir sobre la vida y ministerio de Monseñor Romero se convierte en una labor gratificante que despierta en el corazón y en la mente, patient ese deseo por saber más de él, por interpretar su mensaje hacia el pueblo y por conocer qué llevó a muchos a estar en contra del hombre que lo único que pedía es respeto para los pobres, libertad para los capturados y pan para el hambriento. Desde sus primeros días de su ministerio pastoral como arzobispo fue excepcional. Jon Sobrino se interesó por conocer su fe evangélica; Martín Baró se interesó por saber sobre su liderazgo y preferencia por los pobres; otros buscan conocer de él la dimensión política de la fe y la teología de la liberación, mientras que otros queremos saber sobre el mensaje sencillo que brindó al pueblo para consolar al explotado, animar al oprimido o reprender a los soberbios. Sin temor a equivocarme creo que existen muchas historias sobre monseñor Romero que aún no se han contado públicamente. Estoy seguro que habrá la oportunidad para hacerlo y ahí estaremos nosotros, prestos a conocerlas para publicarlas por medio de nuestra Revista Cultura que se edita por medio de la Dirección de Publicaciones e Impresos de la Secretaría de Cultura de la Presidencia. Son historias que estoy plenamente seguro que le pertenecen al pueblo, porque monseñor vivió para el pueblo y murió por su pueblo. Su mensaje era recibido en el pueblo como bálsamo que sanaba las heridas; pero en los oídos de los asesinos o que habían elegido el camino del odio y la muerte, sus palabras se convertían en hiel o sal que hacía retorcer sus mentes y cuerpos ante su voz penetrante. Lo anterior lo afirmo porque recientemente hacía una lectura de uno de los discursos de Monseñor Romero cuando recibió su investidura académica como doctor en letras humanas Honoris Causa, en 1978 y en uno de sus partes él decía: “el servicio y la defensa de esta dignidad del hombre, el dolor y la vergüenza de tanta gente y tantos hogares ultrajados y desolados, ha puesto en la boca de nuestra Iglesia el grito angustioso de la denuncia y el repudio. NO A LA VIOLENCIA ha sido su grito imparcial contra cualquier mano que se levanta contra cualquier hombre y hace de la violencia un acto que mancha de pecado el mundo…,” Esas eran las palabras de monseñor en cada momento, en todo lugar que molestó a muchos y dio esperanza a otros. Muchos la oyeron y la ignoraron. Otros la asimilaron y siguieron su camino. El camino que Monseñor enseñó es el de la paz, del perdón, del hermano que extiende la mano al necesitado, que no traiciona a su amigo o al débil…, en fin un mensaje diferente que creo debemos rescatar para darle nuevamente a nuestro pueblo palabras de consolación en medio de tanta violencia que aterroriza a la familia salvadoreña. Lo digo como ciudadano y padre de familia que se duele por todo lo que acontece en nuestro país: necesitamos que el mensaje de monseñor Romero vuelva a resurgir en nuestros días para frenar esa violencia y romper esas barreras de odio que existe en nuestra sociedad. De ahí la importancia de esta Revista, que surge no como un cumplido o simple homenaje hacia el mártir de América; sino como una ventana para conocer quién era Monseñor, quién era su familia, sus hermanos, sus amigos. Es una revista que presenta el mensaje de hombre de fe; así como el testimonio de personas muy representativas en la vida de él, entre estos, el de su hermano Gaspar Romero y el de monseñor Ricardo Urioste, presidente de la Fundación Romero. Mi llamado es entonces a interesarnos más por ese mensaje que él pronunciaba cada momento. Entre los muchos mensajes que él pronunciaba era el del cese de la violencia. La violencia –decía Monseñor Romero- la producen, todos, no sólo los que matan, sino los que impulsan a matar. Él siempre nos invitó a formar al hombre nuevo que no propicia la violencia, ni el odio ni el resentimiento. Él fue un hombre de paz, y cuando uno visita el lugar donde fue asesinado, o donde descansaba, uno siente esa paz y esa humildad en la que él vivió. Lo anterior lo digo porque tuve la oportunidad de ver su túnica traspasada por la bala, manchada por la sangre. Ver su auto y las reliquias que hoy dan testimonio de que él vivió lo que predicó. Esas reliquias hablan de que Monseñor Romero perdonó a todos los que lo odiaban, y más aún, a los que todavía lo odian por su mensaje. Ese día de su muerte, minutos antes del disparo él suplicó a todos a que trabajemos por la paz. “Todos podemos hacer algo. Desde luego un sentimiento de comprensión”. Trabajemos entonces juntos por este país. Nuestra tarea de rescatar la memoria histórica de este país, debe ser con un solo objetivo: No volver a cometer los errores del pasado. Conocer la verdad y construir una sociedad más justa, tolerante, respetuosa e inclusiva. Finalizo esta reflexión o artículo o como usted le quiera llamar citando las palabras de monseñor Romero en el sepelio del Padre Octavio Ortiz en la cual dijo: “Yo les invito, hermanos, como Pastor, a que escuchen mis palabras como un eco imperfecto, tosco. Pero no se fijen en el instrumento, fíjense en lo que lo manda a decir: el amor infinito de Dios. ¡Conviértanse, reconcíliense, ámense, hagan un pueblo de bautizados, una familia de Dios!”.
*Secretario de cultura de la Presidencia.