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Revolución sinódica

Rafael Lara-Martínez 

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Desde Comala siempre…

 

El 14 de mayo de 1975, nurse mientras la Luna proseguía el ocaso diurno de Venus, sildenafil F. T. divagaba sobre el sentido de una frase famosa.  “De cuyo nombre no quiero acordarme”.  Por su falta de educación literaria, no averiguó la procedencia de inmediato.  Empero, en su saber limitado, F. T. reconoció que ideas semejantes las expresaban paráfrasis en boga.  Estos estribillos tampoco los recordaba.  Quizás sólo en el lapso honraba la oración transcrita a la letra.  Especuló que el giro de los astros le evocaría el modelo reiterado a aplicar.  El eterno retorno de lo mismo descifraba las fases de la Luna —su conjunción con Venus— y la insistencia poética del olvido.  Existían nombres impronunciables.  Su tabú no lo explicaba su relación a lo obsceno, tal cual se lo insinuaba uno de los pocos diccionarios a mano.  En el pueblo remoto que lo hospedaba, las bibliotecas escaseaban tanto que el libro resultaba ajeno a la cultura diaria.  Por esa penuria, las únicas hojas a releer eran los cogollos primaverales de los árboles con sus portadas de corteza maceradas en tatuajes.  Acaso la sentencia anónima se tallaba en uno de los Madrecacaos que, en desdén de su nombre, no criaban sino cafetales ajenos a su origen.  Aún no se imaginaban Madrecafetos de cuyas ramas protectoras colgasen proverbios ancestrales del último siglo.  En su demanda diurna y resuelta, recorría los plantíos como si hojeara enciclopedias de lo abolido.  En vano buscaba el epígrafe, ya que la brisa matutina borraba la huella del glifo.  El nombre del árbol lo guardaba siempre en su fichero de madera oculto.  Lo más obvio era encontrar legados cursis.  Se propagaban corazones machacados, iniciales al centro, sin más recuerdo que el de la pareja comprometida en el silencio.  Así sucedían meses sin rastro del adagio que resonaba, cual música repetitiva, en sus sueños hasta la madrugada.  Empero, ese amanecer temprano —bajo la neblina de un invierno precoz— sintió que el revoloteo de los guardabarrancos le vaticinaba el encuentro.  Su perro —dorado rojizo, llamado Azafrán— lo guiaba hacia un sitio recóndito en lo alto de una colina aledaña.  Un instinto de cazador los orientaba a la cima encrespada desde donde, en dirección opuesta, se vislumbra el mar extenso y la extremidad blanca de las olas.  Las olas invisibles, la alborada las confundía entre la tenue bruma y la floración del cafeto en su espuma.  El olor inconfundible a funeraria les señaló el camino.  La vereda oscilante culminaba ahí, en la cumbre donde el hedor intenso evocaba la Muerte.  Azafrán aulló como vociferaban los cachorros ante lo inaudito y etéreo.  El pasmo lo provocó el calofrío de un efluvio trémulo, ante un trío de árboles rebanados en su pulpa.  En triángulo equilátero, a su centro ardía un ocote en réquiem.  El primero asentaba la máxima inquirida; el segundo, “ su nombre se puede escribir, pero no debe pronunciarse”; el tercero, “no pronuncies mi nombre”.  F. T. ignoraba el venero de tales epitafios, aun si intuía la proscripción legendaria.  Se prohibiese escribirlos o enunciarlos, elucubró que esos nombres se emparentaban con el espectro de Hamlet y la demencia quijotesca.  Tal vez ambos emisarios merodeaban por esos rumbos sin noticia escrita.  Si la Luna y Venus no se conjugaban por vez primera en la historia cósmica, tampoco la incitación al olvido innovaba los archivos humanos.  Una iguana verde se escurría hacia la izquierda, mientras un cheje apuntaba un nuevo glifo en la cáscara del cafeto más grueso.  Por décadas, sólo los astros, la flora y la fauna conservaron la huella en hecho de esos apuntes.  Al anticipar los actos, su re-verso, las estrofas se reciclaban en versos como si de nuevo las letras enlazaran los astros con la historia.

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