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«RÍOS DE ORO Y RÍOS DE SANGRE» El legado de la independencia salvadoreña según Masferrer (parte I) Rafael Lara Martínez

Rafael Lara-Martínez

Professor Emeritus, New Mexico Tech

rafael.laramartinez@nmt.edu

Desde Comala siempre…

 

Las ideas (libertad) para convertirse en hechos (independencia)

han de estar en proporción de los hombres (próceres, sin presencia de mujer) llamados a realizarlas; (de otra manera los) ríos de oro (desembocan en los) ríos de sangre.  AM (1898)

Olvidamos el hecho […] todo el pasado.  AM (1901)

 

Años antes de que la intelectualidad salvadoreña se divida entre un fervor cívico por el centenario de la independencia y una denuncia pacifista por las masacres post-independentistas, Alberto Masferrer (1868-1932) escribe «Ensayo sobre el desenvolvimiento político de El Salvador» (San Salvador: Imprenta La República No. 37, 1901/Clásicos Roxsil, 1996.  La segunda edición incluye  “Carta abierta al Dr. Rubén Rivera” (1898)).  Pese a su carácter entusiástico inicial —“nuestra independencia […] fue para nosotros un bien”— el maestro censura la emancipación por “la fase política” que provoca una “marejada de sangre”.

Si resulta ilusorio identificar la autonomía política con la libertad, ¡cuánto más triste no le resulta comprobar que la vida soberana comience “como una guerra de conquista”.  “Son cosas muy distinta la libertad y la independencia», la cual se realiza bajo «la lluvia de sangre”.  Como idealista radical, Masferrer sabe que la idea abstracta —la libertad— no se identifica con una realización particular en la realidad histórica: la independencia centroamericana.

El ensayo rastrea la accidentada evolución que conduce de la colonia española a la federación centroamericana, para desembocar en la república salvadoreña independiente de inicios del siglo XX.  El trayecto de ese progreso recorre “ríos de oro y ríos de sangre” por los cuales “los que antes fueran hermanos” —las diversas regiones centroamericanas— acaban en “odios crecidos”, “desconfianzas erizadas”, “humillaciones” y “venganzas”.  Parece que el fratricidio de la tragedia griega anticipa la lucha de clases marxista.

Estas inevitables manchas humanas sobre las ideas abstractas —democracia, libertad, república, etc.— hacen de todo proyecto de unión, utopías de un grupúsculo de “soñadores” cuya “locura se paga con el trabajo y con la sangre”. Naveguemos por esos “ríos” conflictivos, paralelos y complementarios, para descubrir la visión masferreriana de la independencia y su doble legado controvertido: caudal de riqueza y flujo de víctimas.

 

  1. Centro América

El antiguo Reino de Guatemala decreta un modelo político ajeno a su historia.  Siguiendo la “moda [de] imitar”, adopta un gobierno federativo al “ejemplo de los Estados Unidos”.  Los próceres ignoran el peso de la historia, ya que creen factible que un régimen foráneo tal se vuelva continuador inmediato “de la vida colonial, unitaria en la monarquía”.  No obstante, “el hecho monárquico” se arraiga en “la herencia del indio” y en la “herencia de España” que constituyen el doble legado histórico más importante del istmo (es la única referencia a lo étnico, que el ensayo lo entiende en término de «raza»).

Por esta solvencia cultural, existe un acuerdo generalizado entre los diversos estratos sociales por prolongar la colonia española en la práctica política.  El poder no sólo se reproduce por la imposición y por la fuerza armada.  Brota de un pacto de mando y obediencia entre los de “arriba” y los de “abajo”.  A quienes anhelan el “poder absoluto” los refrenda el pueblo que se acostumbra a “obedecer sin restricciones”.  Se insiste en que el maestro no percibe una lucha de clases sino enfrentamiento entre facciones «hermanas».

“Para mantener ese” convenio ancestral, hay dos instituciones medulares que de la colonia permanecen incólumes luego de la independencia: “la milicia y el clero”.  Ambas se recrean en menoscabo de la república.  Si para las armas la emancipación política significa “abstracción” intelectual ante su “instinto de fuerza” guerrera, para “el sacerdote” implica la pérdida de “sus prerrogativas”.  A este doble obstáculo institucional se añaden “las tendencias separatistas”.  Esta corriente que disgrega la antigua unidad colonial en cinco repúblicas no sólo debe juzgarse por su carácter segregacionista.

De la unidad colonial primordial se crean cinco repúblicas minúsculas.  Con justo derecho, el separatismo reclama “la absoluta igualdad” ante la “supremacía” de Guatemala.  Como capital colonial, ahí se asienta “la nobleza y el alto clero, la morada de los militares más influyentes”.  Casi todo lo que tiende a la conservación de los valores coloniales y de “la tradición ultramontana” proviene de Guatemala.

Por este conservadurismo, a Masferrer no le extraña que la nueva federación se incline hacia la disolución violenta y rápida.  “La espada de Morazán (1792-1842) fue […] la batería eléctrica” que lucha por mantener “la unión [republicana] por la fuerza”.  Sus discípulos continúan los medios guerreros para “buscar el poder [y] realizar la unión”.  Pero, de hecho, la unión ya está muerta y ninguna acción beligerante la resucitaría de su estado agónico.

Los ideales platónicos intentan realizarse en la práctica histórica por la violencia destructiva.  Aun si el maestro califica a ese período de “hermoso tiempo aquel”, lo desacredita por su opción militarista.  Paradójicamente, el guatemalteco Justo Rufino Barrios (1835-1885) se convierte en el último baluarte castrense de ese espíritu unionista.  Durante su presidencia se invierten los papeles tradicionales que hacen de El Salvador el paladín de la unión republicana y de Guatemala el centro conservador.  Ninguna iniciativa por esa “idea de unión” cuaja en un proyecto definitivo, menos aún, logra evitar que “los hermanos” degeneren en la violencia fratricida.  De ahí que antes de toda “unión”, al presente Masferrer propone “la aproximación primero”.  Habría que transferir la guerra en instituciones regionales de intereses comunes.

 

  1. El Salvador

La voluntad política de El Salvador la fecha de 1898, luego de “la ruptura del Pacto de Amapala (1895) que lo liga a Honduras y Nicaragua.  Los “elementos” constitutivos siguen siendo “el clero, adverso o enemigo, según” la actitud del gobernante ante “la iglesia”, “el ejército” cuyo poder se ensancha “en las luchas morazánicas” y “el pueblo” sumiso “a la voluntad del mandatario”.  Por astucia de la historia, “la idea de unión” engendra su antónimo, el militarismo como vía de imposición de regímenes tiránicos.

En esta trilogía que le otorga el poder al mandatario supremo —ejército, clero y pueblo— Masferrer observa la incesante continuidad del estado colonial.  Al presidente en turno se le dota de “casi los poderes de un rey”.  No hay ruptura de la monarquía absolutista a la presunta democracia electoral.  Hay una prolongación que se extiende en la práctica cotidiana, en una realidad en bruto, reacia a someterse a toda ley jurídica abstracta.  “Lo que no quiso sancionarse en las leyes escritas, existió en la realidad”.  El Salvador nace de una tajante “oposición entre los hechos y las instituciones escritas”, entre las palabras que decretan el orden utópico y el caos factual de la vida misma.

“El poder hipócrita y el pueblo farsante” trabajan en un consorcio para “erigir la mentira en sistema de gobierno”.  Ni siquiera “la alternabilidad” en el poder soluciona la discrepancia entre el dicho legal y el hecho histórico.  En esta escisión se inaugura la “faz revolucionaria de nuestra historia” la cual, para Masferrer, prosigue la primacía de la opción guerrera y “la orgía de sangre”.  Las ideas y doctrinas se imponen por “la tiranía” armada, sea liberal o conservadora.  No importa la opción partidista.  Los hermanos enemigos se reúnen en la práctica conjunta de la violencia.  El resultado de la revolución se llama “militarismo”, que realiza “periódicamente por las armas el cambio de gobierno” hacia uno u otro lado del espectro político.

Esta destreza de matones produce “trastornos de la administración pública”.  Cada nuevo gobierno recomienza de cero. “En 1894, al pasar la revolución, no quedaba en el país nada que pareciera escuela […] En 1890, los soldados de Rivas o los de Ezeta destruyeron, por antojo, el laboratorio de química de la Universidad”.  La revolución continua obliga al “empréstito”, a la deuda pública, a la “ingobernabilidad”, y a la mortandad.  Un diez por ciento (10 %) de la población total del país “perece” o queda “inútil” por los “sueños” militares revolucionarios.  Ante tal descalabro demográfico, “es preciso cerrar la era de las re-voluciones” para sustituir “los gobiernos de partido” por “los gobiernos de administración”.  Los “estadistas” prudentes deben reemplazar a los “Quijotes” armados.

(continuará próxima entrega)

Universidad Nacional de El Salvador a finales de siglo XIX
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