José M. Tojeira
En tiempos del cristianismo primitivo se asesinaba a los cristianos por no dar culto y adoración a las estatuas de los dioses o del emperador. A principios del siglo segundo de nuestra era, Plinio el joven, un perseguidor de los cristianos en Bitinia, lugar que hoy se ubica en Turquía, escribió al emperador Trajano diciendo que era imposible que un cristiano adorara a los dioses o maldijera a Cristo. Casi mil ochocientos años después, Monseñor Romero, hoy San Óscar Romero, decía que la causa última de la violencia en El Salvador era la triple idolatría del dinero, el poder y la organización. La negativa a adorar a esos ídolos lo llevó a la muerte.
Hoy, cuando hemos dejado de lado el concepto de idolatría, como si fuera una costumbre de un pasado muy lejano, conviene recordar el término. El diccionario de la lengua define la idolatría como “amor excesivo y vehemente a alguien o a algo”. Y no hay duda de que en el presente muchas personas continúan teniendo un amor excesivo al dinero, al dominio machista de las personas, al poder político en sus diversas formas y al lujo a toda costa. Convierten en ídolos a cosas materiales y a personas y encuentra en ello su felicidad y probablemente sus ventajas materiales. Son cómplices de la pobreza y de los efectos de la misma porque, como decían antiguamente de los terratenientes, “el mugido de las vacas no les dejaba escuchar el gemido de los pobres”.
El catecismo de la Iglesia Católica dice que “hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o demonios, de poder, de placer, de raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc.” Y en otro lugar dice que “la idolatría de la nación y de su jefe son una amenaza constante de vuelta al paganismo”.
Cuando hoy celebramos un aniversario más de la muerte martirial de Mons. Romero, resulta importante rescatar su mensaje sobre la idolatría. La sociedad de consumo en la que vivimos, las propagandas políticas en las que nos movemos, la vehemencia e incluso agresividad con la que atacamos a quienes no piensan como nosotros, no solo muestran fanatismo o avaricia desatada, sino que también son una forma de idolatría que genera sacrificios de inocentes a los ídolos de turno. Frente a estas formas idolátricas de destrozar la relación humana de amistad y fraternidad, San Óscar Romero no solo levantó su voz valiente, sino que insistió en la necesidad de escuchar el clamor de los pobres, servir a los necesitados y cargar con la cruza del servicio a todos y del perdón.
Nos corresponde ahora, recuperando lo mejor de nuestra herencia, recoger el mensaje de Romero y aplicarlo a nuestra historia contemporánea. Políticas serias y universales de protección social, diálogo responsable y fraterno en torno a los problemas del país, abandonar el lenguaje polarizante y agresivo, son tareas que continúan siendo urgentes en El Salvador.
La luz de Mons. Romero, tan unida al Evangelio y a los valores cristianos, ilumina un camino de desarrollo inclusivo, pacífico y fraterno que todos debemos seguir. Olvidarlo o dejarlo de lado solo nos conduce a la idolatría pagana de la ley del más fuerte. Aprovechar sus aniversarios para recordar su mensaje siempre será fuente de paz y desarrollo humano.