Myrna de Escobar
En su descalabro moral, emocional, económico, y espiritual, Lila vivía llena de sobresaltos y remordimientos, al punto de refugiarse en la música para olvidar sus penas, que —según las damas de la Guarda del Santísimo—la tenían al borde del infierno. Me siento desahuciada; la iglesia ya me condenó. —decía la pobre mujer con desanimo.
Cuando Diego salía de casa, ella reconstruía sus años perdidos con música, baile y coros de letras de su artista venezolano favorito. Mientras lavaba o cocinaba, bailaba con la escoba o con las cacerolas, incluso. A pesar de todo lo vivido, Lila aún tenía un corazón adolescente, y con sesenta y cinco años de existencia soñaba con escribirle canciones al Puma para que él las cantara. Otras veces salía a la terraza cuando los aviones pasaban cerca con la ilusión de irse con él, y ser feliz por fin.
Lina conocía sus disparatados sueños, pero la alentaba a soñar con algo más real y posible, como denunciar a su monstruo o buscar refugio en un asilo, pero ella no concebía una vida sin Diego. Pensaba que, a sus hijos, Diego y Leo, la vida los había convertido en lo que eran por no haber tomado ella buenas decisiones, por ser tan boba, tan bruta, y depender de otros. Pero que podía hacer yo cuando ni casa tenía, cuando vivía rodeada de tepelcuas, donde ni el mismísimo sol bajaba a la quebrada, — decía—. En los escasos momentos de lucides, Lila se culpaba sin pensar que era la víctima de un sistema al cual no le había importado, y lloraba impotente, se rasgaba la piel con ira, se tiraba del pelo o arrojaba lo que tenía a su alrededor en momentos de arrebato inesperados. En un momento parecía cuerda, luego se transformaba en un manojo de nervios; iracunda, irreflexiva, asqueada de la vida. Cuando se sobreponía, lanzaba una larga carcajada, se llevaba la taza de café a la boca y saboreaba junto a Lina unas tortillitas tostadas con un trocito de queso duro. Lina, su fiel compañera del río. —como la llamaba— coincidía con Lila a la hora de lavar los platos o la ropa.
Esos lavaderos eran un lugar de encuentro donde ambas podían sentirse mujeres y debatir sus problemas, hasta que los hombres llegaban y se apoderaban de ellas como objetos de uso y desuso. Sin embargo, aquellas charlas tempraneras de domingo terminaban con un amargo sabor de boca para la pobre Lila, quien terminaba la mañana sentada y estresada en la banca del parque después de dejar la iglesia; adonde Diego la obligaba a asistir para deshacerse de ella un rato, y encerrarse en su pequeña habitación a escuchar música o recibir vistas de sus compadres, y porque no decirlo, cuando necesitaba compañía femenina, — decía.
—Tantito entro al templo, el ruido de voces comienza, la gente me grita con la mirada, me ultrajan, no me dejan oír el sermón. Afuera todos me señalan, murmuran que estoy muy vieja para él. Ellos no saben lo que mi hijito ha vivido, ser adoptado y luego rechazado…si hasta le dieron un nombre, escuela, universidad y techo. Fui yo quien se sacrificó para que nada les faltará y así me pagan, pero todo se lo dejo a Dios, él hará justicia un día. Esas ideas rondaban en su cabeza, le robaban la paz, estaba enfermar y malhumorada, a veces olvidaba preparar la cena o bajar a recoger el periódico. Vivía en plena sumisión al punto de acercarse a su verdugo para recibir su castigo. Así de enferma estaba. Luego, olvidaba todo con la pastilla del sueño.
Un día todo quedo claro para ella, descubrió el frasco de Amitriptilinas que Diego le hacía tomar cada noche, lo escondió en su sostén y se quedó en la terraza fingiendo dormir plácidamente en una mecedora, bajo la luna llena y con su piyama de estrellas puesta. Al amanecer se quedó dormida con el roció congelándole las pupilas. Una semana después le dijo a la Lina que había viajado a Venezuela a encontrarse con su amado artista, El Puma. Al amanecer, y como era de esperar, Diego descubrió las pastillas en el suelo, la reprendió y la obligo a tomar doble dosis. No despertó en todo el resto del día.
Al recobrar la conciencia, Lila bajó a comprar verduras al parque. De nuevo los ruidos en su cabeza la hacían sospechar de todos, huir de todos, temerle hasta a su misma sombra. En la tienda, en la panadería, en la iglesia, en el bus, en todas partes. —decía —todos hablan de mí. Su historia de vida era ya del dominio público.