RUTINA
Por: Myrna de Escobar
Hoy como ayer abracé mi bolso hacia la parada de bus, y caminé de prisa entre dormida y despierta. Los recuerdos como mi sombra me perseguían y se confundían con la ensordecedora música del bus. Era imposible continuar mi reflexión mañanera en medio de las burdas melodías. El ruido martillaba mis sentidos y hasta sentí nauseas por un momento.
El bus continuó llenándose y avanzaba a empujones. Un azote imprudente me recordó que no había más espacio. Espié por la ventana y la música era la misma. En ese diminuto espacio uno comparte olores y miradas frías, cansadas, o de incertidumbre como la de un joven soñador que miraba sin rumbo, pensando sí tendría que abandonar la escuela para trabajar, aunque sea vendiendo dulces o de agua en algún lugar.
En otro asiento dos mujeres conversaban sobre una buena película, él hacía tiempo había olvidado los miércoles de cine. Por mi parte me acomodé en el marco destartalado de un asiento y busqué continuar la lectura de una noticia de alguien más, pero se cerró de golpe el periódico.
El bus se detuvo, un policía pidió los documentos al conductor, un hombre subió al bus con un enorme bulto de pobreza a vender sus productos. Algunos, fastidiados por su ropa maloliente y con prisa por haber llegado al destino quisieron descender, pero era imposible. Más codazos, pisotones y empujones llegaban de todos lados, las floridas quejas del salvadoreño malhablado contaminaron aún más la atmósfera. De adelante llegaba otro alboroto, el vendedor de gorra azul es un tamal. — decían.
Viajar en una sardina a las horas pico es un atentado para cualquiera. Los cuerpos se juntan, los hombres se aprovechan de las mujeres al pasar por detrás y los dueños de lo ajeno, en la confusión meten mano en los bolsos o carteras. Yo pensé que no tenía nada para compartir. Unos minutos después alguien me sonrío, era Teresa, mi alumna de inglés. ¡Bingo! Ahora recuerdo quien soy, una maestra del idioma a quien el título no la hace diferente ni indiferente a los demás usuarios del transporte público.
El bus se detuvo, bajé en una parada de Santa Tecla. Abrí el bolso para ver la hora y el celular había desaparecido. Sin darme cuenta cómo también había olvidado pedir el cambio del billete con que pagué el pasaje. Me dirigí a la oficina con una nube de preocupación en mi cabeza. La alumna no descendió y tampoco llegó al aula. Sin comprender lo sucedido me pregunté: ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasa? Me miré al espejo de un retrovisor y me sorprendí en pijama, sin maquillaje y con el pelo revuelto. Estuve a punto de lanzar un grito, pero en ese instante recordé la fecha. Era Domingo de Ramos. Había interrumpido mi sueño. Retomé mi almohada no sin antes echar un vistazo a mi celular en la mesita de noche. Eran las cinco de la mañana.
COSAS DE UNA MADRE
Un viaje a tierras desconocidas es una oportunidad única para cualquiera, pero no lo fue para mí pues viajaba sola y mi segundo hijo estaba tan pequeñito. Aquella separación dejo en mi un recuerdo imborrable en mi corazón de madre.
Mi estadía en Tel Aviv, Israel inició el 31 de diciembre del año 2000 y duró una semana. Para mi sorpresa cuando regresé el país ya se había dolarizado. Como la capacitación terminaba en cinco días el itinerario incluía dos días de visita a los sitios sagrados. Algo inesperado, pero a mí la nostalgia ya me había hecho perder mucho peso. Aquellos paisajes admirables significaban tan poco para una madre de dos pequeños príncipes y sólo contaba los días para el regreso.
Desde la ventana del Hotel Metropolitan Tel- Aviv sobre la calle Trumpeldor donde me hospedaba observé cada noche el agua mansa del Mar Mediterráneo y a sus gentes caminando despreocupados junto a sus mascotas hasta altas horas de la noche. Cosa impensable en nuestro país. Además, crucé en barco el Mar de Galilea y recorrí el Mar Mediterráneo durante largas caminatas en compañía de mi inseparable paraguas al volver del entrenamiento en el Software de Inglés a utilizarse en el colegio donde laboraba. En la vieja ciudad de Jaffa visité una tienda de antigüedades construida entre piedra donde uno se inclina para recorrer el lugar y apreciar la mercadería. El recorrido por la ciudad de David me hizo recordar mis viajes al mercado de mano de la abuela. Además, almorcé a escasos pasos del Rio Jordán y aprecié una ceremonia de bautismo en las aguas donde un día hiciera lo mismo Juan El Bautista con Jesús de Nazareth. En el Museo del Holocausto Judío, Por medio de un audio y en medio de la luz tenue de miles y miles de velitas escuché un mar de nombres de personas cuya muerte abominable avergüenza al mundo. Testimonios desgarradores de rabia, tristeza e impotencia penden de las vitrinas al interior del Museo de los Niños víctimas de la brutalidad Nazi, y en honor a ellos han sembrado un árbol con el nombre de cada niño o infante masacrado. Sin duda, aquello es un jardín de tristeza donde la escaza llovizna del invierno en Israel no alcanza para lavar las heridas de tantas almas rotas. De la iglesia de Todas las Naciones conservo en mi memoria la imagen cruel de una virgen triste por la muerte de su hijo. Una pintura estremecedora como la foto de una madre con sus dos hijos camino al suplicio. Mi noche se convirtió en un mar de lágrimas. En el Muro de los Lamentos una cadena separa a los hombres de las mujeres en su acto de oración.
Dos datos curiosos de ese viaje fue constatar la venta de flores en todas las calles del país. Ellos se preparan para observar el sábado y llevan flores a las mujeres de su casa cada viernes. El otro dato es que la semana laboral empieza el domingo y culmina el jueves o viernes al mediodía.
A mi regreso al país, lo primero que vi fueron los bracitos de mi hijo Nassem apoyados en el vidrio de una de las paredes de Migración. Sus ojitos curiosos exploraban la inmensidad del aeropuerto. Junto a él me esperaba mi primogénito Yosef, y mi esposo. Ellos han sido testigos de mis logros, fracasos y emprendimientos a lo largo de esta gran empresa llamada familia. Mis ojos guardan esa imagen del aeropuerto aunada a los paisajes de la Tierra Santa como se le conoce a Israel, pero a mí me pareció un paraíso ingrato sin los míos.
Al despegar el avión de mi país el 30 de diciembre dejé atrás la imagen de Santa Claus, los estrenos, petardos y las fiestas propias de la Navidad y fin de año. Extrañe mucho el recalentado, los abrazos, el primero de enero en pijamas y los villancicos que tanto me recuerdan mi niñez. allá el calendario es diferente y no se ven árboles de navidad. Tuve que conformarme con un par de camellos de peluche para regalar
A mi regreso tuve que correr bastante porque el vuelo se estaba retrasando por nuestra llegada tardía al aeropuerto de Miami. Tenía la opción de salir al día siguiente y quedarme a adormir en el aeropuerto, pero yo sólo quería estar con los míos.
En casa la gallina asada, la algarabía y las preguntas me esperaban. Mi esposo abrió las cajas y comenzó a colgar los recuerdos sin pensar en los que destinaria para compartir. El primogénito estaba feliz de verme mientras el más pequeñito parecía haberme olvidado.
P.D. Fue una grata sorpresa recibir la llamada de mi prima en Italia. Pensar que estábamos tan cerca me hizo creer que podía visitarla, pero no hubo tiempo.