Rob Escobar
Escritor y psicólogo
Estoy nuevamente en la sala de lectura. Esta vez leo “Auroras y Ocasos”, there de Corina Bruni. La sala está por vomitar gente a través de sus puertas. No es cualquier sala. Las leyendas de sus rótulos han sido cambiados, de “silencio” a “no rules” y “no imitation”. Tampoco el lugar es adornado con cuadros de artistas consagrados o emergentes, aunque si hay musas retratadas al ánime, con sus ojos grandotes y brillosos, y desproporcionados glúteos y senos que estimulan a más de algún usuario, o a la usuaria que se aparta de la media. La música de fondo no es de Beethoven ni de Conif. Da igual, la mayoría de usuarios la disfruta sabiendo que es Don Omar; tampoco a mi me desconcentra, aunque no la disfruto. Prefiero a The King Flip, solo por ser nacional.
Como no hay cartel de “silencio” la gente habla en diez idiomas de mil historias sobre sus vidas y de las vidas de otras. A nadie le entiendo, no es mi interés y me concentro en Bruni, creando mi propio silencio hasta que me interrumpe un grito.
– ¡Métanse, métanse que ahí está la justicia y tengo que cerrar la puerta! –ha dicho el mal oliente cobrador, anunciando la presencia policial antes de la parada del Periplaza.
– ¡A la puta!, y ¿onde vamos a caber? –pregunta la doña regordeta que se subió en La Tiendona- ¡si esta mierda no es de hule vos! ¡Ya la caga este maje!, ¡a saber a onde quiere que nos zampemos! –se dirigió a los usuarios de la puerta delantera.
– Anantes que no dijo: ¡tópense que llevan ropa!, como dicen siempre los bayuncos –le dijo a la vieja el hombre con aspecto de albañil-. ¡Já!, si lo hubiera dicho yo soy capaz de responderle: ¡venite vos, maje, a topar tus nalgas frente a mí, pa´ que veas como se siente con ropa! –despertando toda clase de sonrisas, las que sí entendí por ser expresadas en el idioma de la ironía.
– ¡Son ridículos! –agregó la chica con atuendo de oficinista, la de cartera al hombro, bolsa y porta comidas en mano; con labios a lo revlon true red y aire de mujer fácil; pero no por ello permisiva-. Yo no sé porqué solo cuando hay juras es que cierran las puertas, si eso se debe hacer para que no se caiga la gente –espetó.
La vieja se sintió envalentonada por los apoyos recibidos, el albañil se miraba congraciado por las risas que provocó su propuesta y la chica satisfecha por lo que había dicho. El único agüevado era el cobrador, que desistió cerrar las puertas.
Volvió el silencio, volví a Bruni, y al tocar el turno pasamos a la par de la policía, sin que atajaran a la unidad. En la parada del Periplaza la sala se detuvo para abordar más usuarios, allí continuó la única historia que me interesó.
– ¡vaya, vaya!, ¡colaboremos señores, si no, no nos movemos!, ¡sigamos caminando al centro, ve!, ¡va pues, colaboremos, ve!.
– ¿Y cuando vas a mover esta mierda pué?, ¡ya llevamos dos horas de camino! –resurgió la regordeta contra el motorista.
– ¡Dale maje!, que ya vamos tarde –otro usuario cualquiera, al motorista.
El motorista en silencio.
– ¡A la gran puta!, ¡en la gasolinera te´echaste media hora y todavía te quedás aquí! –nuevamente la rechoncha comerciante.
– ¡Déle señor!, ¡por favor!, ¡mire que ya es noche! –la muchacha cargada de tiliches, que ahora la miraba como comerciante informal.
El motorista volvió la vista hacia atrás, como en cámara lenta, despegó sus manos del volante, puso freno de mano, sacó una toalla curtida por el sudor y se limpió la frente.
– Miren –dirigiéndose tranquilamente al grupo que presiona-, yo no les vengo ofendiendo, si quieren que les respete, respétenme también ustedes. ¿De acuerdo?.
Quitó el freno de mano, volvió a su puesto el silencio y mis ojos a la obra de Bruni. Don Omar no dejó de cantar, mientras el micro acariciaba el lomo de la Troncal del Norte al avanzar.
Una a uno los usuarios empezaron a abandonar la sala.
– ¡Páreme pues!, ¿o se está desquitando? –la gorda, en la parada de Las Brisas.
– No señora, es que ahí está la jura.
– ¡Sí!, ¡pero ya se pasó de la parada! ¡Apiémonos, hija! –Le dijo a la de los labios rojo verdadero.
– Disculpe señora, ahorita le paro.
Abundaron los comentarios en contra de la señora después que se bajaron, los que fueron interrumpidos al escuchar al constructor de casas y de sueños en la siguiente parada.
– ¡Permiso!, ¡permiso!, que en esta me quedo –se escapaba en medio de la apretada gente-. ¡A la puta!, ¡ya me quebraron los huevos! –pronunció alterado, sin cargar más que planes en su cabeza; despertando nuevamente las risas de la gente.
Así llegamos a Tonaca, hora y media después, en la Ruta 115 que ha sido siempre mi sala móvil de lectura. En esa sala no me preocupo por las reglas ni por imitar a nadie.
Terminé a Bruni en la página primera, donde leí: “Para Roberto Escobar, con un abrazo. Silvia Elena Regalado. 22 de julio 2011”. Eran las nueve y diez de la noche.
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