José M. Tojeira
El inicio de un nuevo diálogo sobre el aumento al salario mínimo debe llevarnos a una seria reflexión. No estamos hablando de una pura regulación de cantidades de dinero sino de la dignidad del trabajo, seek que en sí mismo tiene un valor superior al de la libertad de contrato. El trabajo es una realidad humana que en cuanto tal tiene mayor dignidad que el capital, unhealthy que en definitiva son cosas. No despreciamos las cosas, que además están generalmente humanizadas, pero valoramos con mucho mayor énfasis la realidad humana. Y el trabajo es parte indispensable de la definición de lo humano. En ese sentido el empleo y el salario digno son elementos fundamentales de justicia social y de convivencia pacífica. Paz y justicia que tienen serias deficiencias en nuestro país, en buena parte porque no hemos sabido darle al trabajo humano la dignidad y valoración que debe tener. Hasta ahora, tanto la multiplicación de salarios mínimos (existen 10 niveles de salario mínimo diferente) como su monto niegan la dignidad del trabajo. Que exista entre los salarios mínimos uno de trabajo agrícola por 98.70 dólares frente a otro de 251 dólares por servicios o comercio en la ciudad es una absoluta vergüenza. Lo mismo que es tan vergonzoso como injusto que se siga manejando un salario mínimo de 109.20 en el corte de temporada de la caña, cuando la industria azucarera ha sido en los últimos años una de la industrias más lucrativas del país. Que haya salarios mínimos tan brutalmente diferentes establece niveles de discriminación social tan profundos como el antiguo “appartheid” de Sudáfrica. Por lo mismo bueno es que acudamos a consideraciones éticas y religiosas para definir la dignidad del trabajo, antes de decidir y debatir el nivel salarial que queremos.
La Doctrina Social de la Iglesia ha elaborado un amplio sistema de pensamiento al respecto. Para empezar no habla nunca de salario mínimo sino de salario justo. La Organización Internacional del Trabajo habla de salario decente. La Iglesia, asumiendo ese calificativo que hace referencia a un nivel de vida estable y adecuado al desarrollo de las propias capacidades, le añade el calificativo de justo, precisamente para insistir en la dignidad del trabajo. Juan Pablo II, por esa misma razón, siempre insistió en la prioridad del trabajo sobre el capital. La diversificación salvadoreña en diez salarios mínimos deja entrever con claridad que entre nosotros lo que ha privado es la prioridad del capital sobre el trabajo. Y por supuesto el desprecio del más pobre. Porque en una tradicional división entre ciudad con mayores ventajas frente al campo pobre, no sólo se da mayor salario en la ciudad que en el campo, sino que además se ofrecen mejores servicios y redes sociales de protección de mayor calidad en la ciudad al trabajador urbano que al que trabaja en la zona rural. La Iglesia tiene un claro pensamiento contra la injusticia. La oposición al despojo del pobre la ha mantenido desde su origen incluso utilizando tonos proféticos que hoy escandalizan a más de uno. Si queremos comprobarlo basta con leer la carta de Santiago, capítulo 5, que recuerda a los ricos terratenientes que están “engordando para el día de la matanza” por haber retenido el salario “a los que trabajaron en sus campos”.
En el debate sobre el salario mínimo vamos a escuchar de todo. Y aunque todos tienen derecho a ser oídos, no todos deben ser escuchados de la misma manera. Hace pocos días se nos informaba que algunos gerentes de empresas salvadoreñas apoyadas con fondos internacionales llegaron a tener salarios mensuales superiores a los 40.000 dólares. Sin llegar a esos extremos, nadie que gane más de tres mil dólares tiene derecho a decir, por poner un ejemplo, que es suficiente con un aumento del diez o del doce por ciento. Y si lo dice, ciertamente se está burlando tanto de la dignidad del trabajador como del trabajo. Desde situaciones de privilegio es fácil calcular los costos vitales del pobre. Pero cuando se mantienen tan bajos como en El Salvador no hay duda de que en el fondo del intelecto se maneja algo, o tal vez un mucho, de “aporofobia” (fobia al pobre). Y no son precisamente los que tienen fobia a los pobres (aunque de vez en cuando den limosnas para limpiar sus conciencias) los que pueden opinar al respecto. Hace años había una consigna en el movimiento campesino que decía “sólo el pobre salva al pobre”. Sin caer en esa especie de simplismo, puesto que estamos llamados salvarnos juntos, lo cierto es que a la hora de fijar el salario mínimo hay que escuchar prioritariamente al pobre.
La subida salarial que se maneje este año próximo tiene que ser seria. Llevamos toda una serie de años burlándonos de la dignidad del trabajo y del trabajador, manteniendo salarios de hambre. Es cierto que necesitamos abrir nuevas y más fuentes de trabajo. Pero la clásica verborrea que insiste en ofrecer mano de obra barata tiende a olvidar la dignidad del trabajo humano. Y en este tiempo en que la empresa privada insiste con tanto énfasis en los problemas de violencia que sufrimos, no es malo que recuerden a pensadores que insisten en que una de las fuentes principales de la violencia es la humillación. Y los salarios mínimos de hambre que se ofrecen en el país, el de 251 dólares incluido, no digamos los otros mueve, son claramente una fuente de humillación. Si alguno de nuestros millonarios lo duda no sería malo que hiciera la experiencia de vivir con una cantidad como esa. Que el ingreso de un diputado (los hay que perciben un promedio mensual en torno a los 4.000 dólares) sea cuarenta veces superior a algunos de los salarios mínimos no hace sino mostrar la total falta de conciencia social de nuestros representantes legislativos. Tener leyes que posibiliten salarios tan dispares entre cargos públicos y ciudadanos en los que reside la soberanía no sólo es una grave falta de ética política, sino una burla de la democracia. Que el servidor público (así gustan autoproclamarse) gane cuarenta veces más que aquel a quien sirve sólo puede mover a indignación y desprecio a quien se considere demócrata. Y ahí no hay distinciones de izquierdas o derechas. Solamente hipocresía y basura moral.
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