Guido Castro Duarte
Hace algunos días conocimos la noticia que el Consejo Nacional del Salario Mínimo había aumentado 42 centavos diarios al salario mínimo, lo cual fue el producto del “consenso” entre la “empresa privada” y “los trabajadores”.
En la antigüedad, se conocía como “salario” al pago que recibían los soldados de las legiones romanas con sal, que en esa época, era un producto extremadamente valioso para la preservación de los alimentos corruptibles. Posteriormente, el vocablo se ha usado para nominar el pago de cualquier trabajo permanente.
A partir de la Revolución Francesa, y luego de haberse iniciado la Revolución Industrial, el tema de la justicia del salario de los trabajadores, cobró una importancia capital en materia de derecho laboral, y particularmente, en el campo de la doctrina social de la Iglesia, a partir de la publicación de la encíclica “Rerum Novarum” del Papa León XIII, el primero de mayo de 1891, fiesta de San José Obrero.
Cada realidad social puede definir de manera particular los parámetros del valor del salario mínimo, pero, de manera general, podemos afirmar que constituye la remuneración necesaria para que el trabajador pueda cubrir, de manera honrosa, sus necesidades fundamentales junto a las de su familia, en los campos de vivienda, alimentación, atención médica, servicios básicos, educación, recreación, y hasta la posibilidad de formar un fondo de ahorros para enfrentar cualquier emergencia.
Es el Minimum Vitae del que nos habló el Maestro Alberto Masferrer hace más de cien años. El trabajo dignifica al hombre, no solo desde su faceta transformadora de la realidad, si no también, en la posibilidad de cubrir dignamente todas las necesidades de su grupo familiar.
El salario mínimo en El Salvador y sus miserables aumentos a lo largo de la historia, son el reflejo de la avaricia de la oligarquía mercantilista, que a lo largo de la historia, ha ido mutando desde los agro exportadores, pasando por los industriales y terminando en los banqueros y comerciantes especuladores del presente.
Obligar a los trabajadores a vivir en la miseria solo puede provenir de mentes retrógrada e insensibles, que muchas veces, se les ve en asociaciones religiosas que con mucha pompa, proclaman la misericordia de Dios pero que no son capaces de conceder un salario digno a sus empleados, sin darse cuenta que el salario del obrero clama justicia desde la tierra.
Quizás lo más vergonzoso del caso que nos ocupa, es haber constatado la alianza entre los supuestos representantes de los trabadores y la ANEP, lo cual deja mucho a la imaginación.
El mercantilismo, gracias a los privilegios de los que, a lo largo de la historia, ha gozado de los gobernantes de turno, ha mantenido a los más pobres sumidos en la miseria económica, educativa y cultural, a fin de que no sean capaces de reclamar sus derechos.
El salario guarda un componente esencial de justicia, ya que debe guardar una relación directa con su aporte a la formación de la riqueza, con las necesidades básicas del trabajador.
Lo que se conoce como “canasta básica”, es el listado de necesidades mínimas o básicas de la persona humana y su grupo familiar, los elementos necesarios para gozar de una vida medianamente digna.
Pero el salario no puede estar determinado por parámetros mínimos de sobrevivencia, no puede establecerse una medición mínima o máxima de la dignidad humana, lo que existen son formas de violaciones a dicha dignidad.
Algunos ven el salario mínimo una garantía que el trabajador no sea sometido a formas modernas de esclavitud, o a ser remunerado con salarios de hambre como los que todavía existen en el campo, maquilas o en el trabajo doméstico, pero en términos de justicia social, en la realidad, el salario mínimo es degradante porque nunca cumple con su razón de ser.
Pero si la empresa privada y sus aliados no están dispuestos a otorgar a los trabajadores salarios dignos, entonces el Gobierno tiene el deber de establecer los impuestos necesarios para cubrir los gastos de los servicios sociales básicos como transporte, educación, agua potable, salud y seguridad pública, para que la población más pobre goce de una vida digna y que sus hijos no estén condenados a nacer y morir pobres.