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SALARRUÉ, OTRO DE LOS OLVIDADOS

Eduardo Badía Serra,

Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua

Este 27 de noviembre recién pasado, hace cuarenta y tres años, murió uno de los más grandes intelectuales salvadoreños, Salvador Salazar Arrué, conocido como Salarrué. Salarrué, otro de los tantos olvidados, como Gavidia, como Ambrogi, como Claudia Lars, como Masferrer, como Camilo Minero, como los Espino, y como tantos que la memoria salvadoreña, saturada de ligereza y perentoriedad, ha borrado de sus espacios, haciendo cada vez más pequeño el lugar que en su conciencia deben ocupar los grandes hombres que en la realidad profunda han dado lustre a nuestro país en el ámbito de la cultura.

Salarrué fue único, irrepetible. Su obra, guardada en los estantes de nuestras bibliotecas, no se abre a la lectura de nuestros jóvenes. En estos se privilegia lo ligero y lo superficial y  Salarrué, afortunadamente, no participaba de estas categorías; más bien, las rechazaba y las negaba, ofreciendo, al contrario, belleza y elegancia,  elevación del espíritu y distracción sana y necesaria, en un lenguaje único y especial que sabía expresar nuestras propias realidades, despojadas de resistencias culturales inadecuadas y perjudiciales para la autenticidad del hombre salvadoreño.

Su obra, extensa y variada, que va desde el relato, pasando por el cuento, la poesía, la novela, y alcanzando al final las cumbres límpidas de la escultura y de la pintura, ha sido, incluso, y esto es hasta increíble y por lo tanto rechazable, al menos en parte, negada y ocultada a quienes quieren gozarla, por motivos que, fueren los que fueren, no son sustentables ni atendibles. ¿Cuántos años han pasado ya desde que sus “Cuentos de Cipotes” no ven una nueva edición? Y hay que preguntarse porqué, pues explicación alguna no ha sido dada por nuestras instituciones responsables de la cultura y de la difusión de nuestras mejores obras. Yo recuerdo cómo mis hijos gozaban con el relato del cuento de la ‘cuitía’, del ‘gringuito regalante’, y de tantos otros, preciosos y cautivadores para las mentes de los pequeños. Mis nietos, por el contrario, ni saben de la existencia de tales cuentos, ni les interesa conocerlos. Sus influencias son otras, sus gustos son otros, sus aspiraciones son otras, y la Patria, la Patria verdadera, se encuentra ausente de sus realidades y de su ‘circunstancia’.

Salarrué fue auténtico, justo con lo que su pensamiento le indicaba, y en ese sentido orientó sus acciones. No fue amigo de lujos, y las muchas luces le cegaban. Evitó siempre los simbolismos vacíos y los cultos hipócritas. Por eso, decía, no era un hombre salvadoreño sino de Cuscatlán. Rechazó las lisonjas, y en su momento, supo expresarse crudamente contra las desigualdades, clamando por lo justo y por lo necesario. Su famosa carta del 32’ debería ser leída por todos los salvadoreños. Esa condición le llevó al olvido y a la pobreza. En su hogar de Los Planes de Renderos, en el cual murió, su último momento le encontró desnudo de bienes materiales, pero en el ambiente, el espíritu flotaba en toda su extensión, lleno de grandeza y de pulcritud. Nadie se enteró, nadie se dio cuenta. El gran hombre, el gran salvadoreño, más y mejor aun, el gran cuscatleco, exhaló su último suspiro entre la ingratitud de las gentes que saben hacer discursos sobre la Patria cuando la rechazan en lo más profundo de sus conciencias.

Salarrué es parte de esa generación irrepetible que El Salvador produjo en la primera mitad del siglo anterior. Nunca se ha dado una generación de intelectuales que se le parezca y se les acerque, comparable e incluso superior que el costumbrismo latinoamericano de esa época, tan reconocido a nivel mndial. Claudia Lars, dulce y toda, también puso en su tinta el señalamiento de las desigualdades, poemas que se ocultaron bajo oscuros mantos; Alfredo Espino fue el sencillo, dulce y buen poeta de nuestro campo; Arturo Ambrogi, por igual; Masferrer, el hombre del discurso social y de la filosofía profunda, a quien muchos llamados ‘intelectuales’ de estos tiempos han tratado siempre de mediatizar, probablemente porque han sentido su sombra y les ha ocultado un tanto sus soles; Gavidia, y de él no hace falta que digamos ya nada más; Camilo Minero, el pintor de la denuncia y de la expresión popular; González Montalvo, y sus Tinajas, sus Pacunes y Barbascos, a quien nunca le fue difícil hacer una expresión de nuestro campo porque este ya estaba en él; el general Peralta Lagos, T. P. Mechín, especial en su gracia, su soltura y su picardía; don Napoleón Rodríguez Ruiz y esa obra monumental llamada ‘Jaraguá’, que pocos han leído; y tantos otros que cuesta y es injusto no nombrarlos a todos. Salarrué fue uno de ellos, uno de los más grandes, uno de los más atendidos en su tiempo.

Su obra fue extensa: El Cristo Negro, El Señor de la Burbuja, O-Yarkandal, Catleya Luna, Remontando el Ulúan, La sombra, Mundo Nomasito, y por supuesto, sus Cuentos de Barro y sus Cuentos de Cipotes, estos últimos, negados al pueblo por intereses ocultos que hacen que no sean de nuevo leídos y recreados por los viejos, por los jóvenes, y por los niños. ¿Cuándo tendremos la dicha de disponer de una nueva edición de Cuentos de Cipotes’, pero tal y como Salarrué la dejó escrita?

Este día, al menos, sirvan estas letras para recordar a Salarrué, y agradecerle por su obra, por su salvadoreñidad, por su autenticidad. Hagamos un esfuerzo por rescatarlo y ponerlo en las manos de nuestros niños, ocupados hoy por tantas ligerezas y distractores extraños, y por supuesto, por ‘aprender inglés’. Y claro, agradecerle también por su contribución al enriquecimiento del lenguaje español, nuestra lengua, que en nuestro país, en una rica simbiosis con la lengua pipil, ha alcanzado una de las más ricas expresiones en el mundo.

 

 

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