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Salpicón, una quijotesca receta desanda El Salvador

Por Charly Morales Valido, corresponsal de Prensa Latina en El Salvador

Además de su volcán y un hermosísimo valle, el territorio salvadoreño de San Vicente es conocido por un manjar que solía comer Alonso Quijano antes de convertirse en Don Quijote: el salpicón. Acostar un buen cucharón de salpicón salvadoreño sobre una cama de ‘arroz negrito’ (cocido en caldo de frijoles negros) remite inmediatamente al cálido poblado que reposa a los pies de la imponente montaña.

Ahí lo preparan con carne de res triturada y mezclada con rábano lasqueado, yerbabuena, apio y cilantro, y ‘cocinada’ con cebolla y mucho limón, al estilo de esos ceviches de marisco y pescado sacados del océano Pacífico por el puerto de La Libertad. Para rematar, el sempiterno curtido…

Tan emblemático como la pupusa o el potente atol shuco, el salpicón salvadoreño también sirve como tapa para acompañar alguna de las cervezas artesanales que ayudan a conjurar el calor seco y quemante de esta volcánica nación.

Esta delicia nocturna llegó desde España, donde tradicionalmente lo hacían con el tocino de vaca y magro sobrantes del almuerzo, bien picados, mezclados con cebollas en rodajas y aliñado con aceite de oliva, sal y pimentón. Plato asiduo incluso para la nobleza castellana durante el Siglo de Oro, la literatura de entonces lo refería con frecuencia, y Miguel de Cervantes lo citó como cena habitual en un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quería acordarse. Según Cervantes, la dieta de quien devino ingenioso hidalgo consistía en ‘una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos’.

Con el aval cervantino, el salpicón llegó al Nuevo Mundo y echó raíces en el gusto de esta nación de buen comer, que lo hizo suyo legándole el apellido ‘salvadoreño’ y convirtiéndolo en símbolo culinario de uno de sus más bellos destinos.

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