Luis Armando González
La gestión presidencial de Salvador Sánchez Cerén está por finalizar y, en ese marco, no he dejado de preguntarme cuáles son los legados más importantes que este buen hombre dejará al país, una vez que el 1 de junio de 2019 tome posesión el nuevo presidente de la República. Estoy convencido que sus logros como gobernante son muchos –por ejemplo, en educación, en la proyección internacional del país, en la atención a grupos sociales vulnerables—1, pero creo que lo más perdurable de su legado debe buscarse en el plano de su moral pública y de su ética política. Desde este criterio, he dedicado un tiempo a meditar a cerca de cuál es el principal legado ético-político de Sánchez Cerén y estimo que ese legado se condensa en la decencia con la que ha ejercido su cargo como presidente de la República.
En los tiempos que corren –caracterizados por el oportunismo, el sálvese quien pueda, el éxito fácil y el afán de poseer y ostentar riquezas— decir que lo más valioso de un gobernante es la decencia seguramente se prestará a la burla por parte de quienes dan primacía a valores más a tono con la época. Ya en una de sus acepciones más comunes –Decencia: “honradez y rectitud que impide cometer actos delictivos, ilícitos o moralmente reprobables”— suena tan poco significativo (por minusvalorado) que convertirlo en un legado presidencial suena a un sinsentido mayúsculo.
En el mejor de los casos, habrá quienes acepten la importancia de la decencia en el ejercicio de gobernar, pero –listos como se creen— enseguida sostendrán que no basta con eso y que, incluso, la decencia podría faltar siempre y cuando se hagan bien otras cosas, que son las que deben contar para evaluar a un político. A partir de una lectura torcida de Maquiavelo2, no dudarán en sostener que la moral política (y la decencia hace parte de esa moral) no es lo prioritario para un gobernante, sino ser exitoso en su desempeño. Qué se entienda por exitoso es otro asunto, pero la ideología de éxito incluye casi cualquier cosa que pueda medirse con criterios instrumentales.
Desde mi punto de vista, aunque esas otras cosas son relevantes para la evaluación del desempeño de un político, si falta la decencia (o si la minusvalora o se la subordina a prácticas que le son ajenas) un ejercicio de gobierno se ve seriamente erosionado en su legitimidad, al grado que su indecencia puede llevar a la conclusión de que se trató de un mal gobierno. Y, en nuestro país, es la falta de decencia la que ha desacreditado abiertamente a tres expresidentes, y de lo cual tampoco escapan otros dos, que no fueron honrados ni rectos, por lo cual no tuvieron un impedimento para cometer “actos delictivos, ilícitos o moralmente reprobables”. La indecencia de uno de estos expresidentes fue extrema, pues lo hizo partícipe de un crimen atroz cometido el 16 de noviembre de 1989.
O sea que la decencia política no es algo irrelevante. Y es esa decencia la que ha caracterizado a Sánchez Cerén en su ejercicio como presidente de la República. Las valoraciones que se hagan sobre su desempeño no debieran perder de vista este enorme aporte suyo a la política salvadoreña. A mi juicio, ese es su principal (y más importante) legado a nuestra incipiente democracia. Se trata de un legado a la moral política, tan debilitada y tan necesitada de soportes (valores) que le permitan resistir las seducciones de las modas, la ostentación, el éxito fácil y la corrupción.
Implantar el “principio de la decencia política” haría un gran bien a nuestra sociedad. Es un principio ausente y por eso es meritorio que Sánchez Cerén lo haya impulsado; al hacerlo, lo ha convertido en uno de sus mejores legados. Ser decentes en el ejercicio de gobernar: ese debería el propósito moral de cualquier político salvadoreño. Otros asuntos de ese ejercicio, aunque importantes, deberían venir por añadidura, sin relegar a un lugar secundario lo que debe constituir la base moral de la política.
Y es que la decencia es crisol y caja de resonancia de otros valores, que aunados darían robustez moral a la política. Para comenzar, la honradez y la rectitud le son intrínsecas. Pero también se lleva bien –en un lazo de hermandad— con la honorabilidad, la prudencia, la tolerancia, el respeto a los demás, la moderación, la discreción y la modestia (una de sus acepciones dice de la decencia: “actitud moderada y modesta de quien evita hablar bien de sí mismo o presumir ante los demás”.3
Sánchez Cerén es un cultivador y promotor de esos valores, lo cual lo convierte en una persona con una extraordinaria sabiduría de vida. Su herencia como presidente se condensa en su legado para la moral política, y, dentro de ese legado moral, brilla con luz propia su decencia pública. Superficialmente, decir que una persona es decente suena a poco, pero –desde criterios más profundos— es algo verdaderamente grande: una persona decente –honorable, honrada, recta, respetuosa— nunca se ocultará ni bajará la mirada ante nadie. En realidad, es lo mejor que puede sucedernos como seres conscientes de nuestra dignidad.
En fin, en nuestro país, a la responsabilidad política le está costando echar raíces. Sánchez Cerén, con su ejemplo de decencia –articulada con la familia de valores que le son afines y complementarios— ha contribuido a que esas raíces se afiancen un poco más en el suelo de la institucionalidad política nacional. Los políticos que creen en la decencia como imperativo de la moral pública deberán continuar bregando por que las raíces de la responsabilidad política se conviertan en un árbol frondoso.
1. Ver: https://www.google.com/search?client=opera&q=decencia+significado&sourceid=opera&ie=UTF-8&oe=UTF-8.
2. Lectura torcida, porque para Maquiavelo la felicidad de la República debe ser el objetivo mayor de un gobernante. Ver: M. Viroli, La sonrisa de Maquiavelo. Madrid, Biblioteca ABC, 2004.
3. Ver: https://es.thefreedictionary.com/decencia.