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Elder Gómez
Colaborador
Era de noche y este pueblo del departamento de Cuscatlán, en el centro de El Salvador, vibraba con la intensa iluminación de su parque central.
Pequeños negocios abiertos – como tiendas y pupuserías-, y gente deambulando por sus calles, con el tapabocas, la moda impuesta por el Coronavirus a nivel mundial, daban la impresión de que la noche apenas comenzaba.
Era una ciudad en paz, como las de los viejos tiempos en El Salvador, cuando era común encontrar familias completas sentadas en sillas que habían puesto sobre las aceras que pasaban frente a sus viviendas.
Una procesión solitaria, acompañada por cohetes de vara, común para este tipo de actividades religiosas en pueblos y ciudades salvadoreñas, recorría las principales calles de la urbe, irrumpiendo la quietud de la noche con sus cánticos vernáculos.
Decenas de familias en sus casas, esperaban el paso del séquito religioso con altares iluminados con luces de colores y estatuillas o postales del santo venerado.
Al día siguiente, una exposición de cactus en el parque central de la población, rompió el amanecer.
Desde la madrugada, algunos de los expositores habían preparado la muestra y otros productos para exhibir y para vender, como el delicioso refresco de nopal, extraño para la mayoría de salvadoreños.
La feligresía católica hizo del templo colonial del pueblo – que data de 1871-, su refugio espiritual, guardando las medidas biosanitarias para evitar la propagación del Covid-19, mientras otros, se dedicaban a las ventas, rubro dominante en este floreciente pueblo cuscatleco.
