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San Romero de América contra el Imperio norteamericano

Juan José Tamayo

Este 15 de agosto hemos celebrado el 104 aniversario del nacimiento de monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador de febrero de 1977 al 24 de marzo de 1980, día en que fue asesinado por orden de Roberto D’ Abuisson, creador de los escuadrones de la muerte y del partido político ARENA, mientras celebraba la eucaristía. No voy a hacer una glosa de Romero, canonizado por el papa Francisco en 2018 y antes por el pueblo siguiendo el reconocimiento de “San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro”, que le hiciera Pedro Casaldáliga, amigo y seguidor del profeta de El Salvador.

Creo que la mejor forma de celebrar tan significativo efemérides es comentar un texto de monseñor Romero poco conocido, pero verdaderamente profético e incluso revolucionario, y, por supuesto, infrecuente en la jerarquía católica. Él tuvo la osadía de escribir una carta de protesta al presidente de los Estados Unidos de América, Jimmy Carter, que constituía todo un desafío al Imperio. El tradicional intervencionismo político, militar y económico norteamericano se producía entonces en El Salvador con el apoyo a un Gobierno que estaba reprimiendo al pueblo y provocando exilios masivos, destrucción del tejido social y matanzas de comunidades enteras.

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He leído muchas veces aquella epístola y creo que debe ser recogida en la antología de las memorables denuncias proféticas junto con las críticas de los profetas de Israel/Palestina a los gobernantes de su pueblo, los enfrentamientos de Jesús de Nazaret con las autoridades políticas y religiosas de su tiempo, así como las denuncias y condenas de Bartolomé de Las Casas y Antonio Montesinos contra los encomenderos que sometían a esclavitud a los pueblos originarios de Abya Yala, conquistados con la cruz y la espada.

Situaré primero la carta en su contexto para entrar después en su contenido, sus repercusiones y la respuesta de Carter, que se sintió herido en su orgullo imperialal ser interpelado por el arzobispo del país más pequeño de América Latina llamado “el Pulgarcito de América”.

Desde su llegada como arzobispo a San Salvador, monseñor Romero estuvo en el punto de mira del Imperio norteamericano y fue objeto de una escrupulosa vigilancia y de un seguimiento detectivesco por parte de la Embajada de Estados Unidos en El Salvador, que enviaba información puntual y muy crítica sobre las actuaciones y homilías de monseñor Romero a la CIA, a la Secretaría de Estado, al Pentágono y a la Secretaría de Estado de la Ciudad del Vaticano.

En el Vaticano monseñor Romero tenía pocas simpatías. Peor aún, era objeto de un clima de sospecha y de amonestaciones por parte del propio Juan Pablo II, que daba crédito a los informes muy críticos de sus colegas los obispos salvadoreños y de los dirigentes políticos cristianos del país hacia el arzobispo. Los Estados Unidos y el Vaticano mantenían una relación de complicidad contra Romero en la medida en que este radicalizaba sus justificadas críticas contra la Junta de Gobierno, el Ejército y la oligarquía en sus homilías, cartas pastorales y mensajes radiofónicos a través de la emisora de la archidiócesis, objeto de varias agresiones.

Pero ni Estados Unidos ni el Vaticano fueron capaces de convencer a Romero de que aligerara los sistemáticos ataques al Gobierno salvadoreño y menos aún de que se pusiera de acuerdo con él, como le pidió el Papa cuando lo recibió en Roma en una visita de la que el arzobispo salió entristecido. Romero no se dejaba domesticarni por los intereses del Imperio ni por la estrategia concordista del Vaticano con el Gobierno salvadoreño. Su lugar social estaba del lado del “pueblo crucificado”, en expresión del teólogo Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, asesinado junto con otros cinco compañeros jesuitas y dos mujeres trabajadoras domésticas nueve años después que monseñor Romero.

En varias de sus homilías se refirió a los Estados Unidos, y no precisamente de manera complaciente. El 21 de octubre de 1979 citó la siguiente noticia de la Prensa Gráfica: “Estados Unidos considerará reanudar su asistencia militar si la nueva Junta mejora la situación de los derechos humanos”. Esta fue su certero y crítico comentario en el que expresaba su hartazgo de armas en una situación de pobreza como la que estaba viviendo El Salvador:

“¿Qué ya se les olvidó lo que en su reciente visita pidió el Papa para los países pobres? Estamos hartos de armas y balas […], el hambre que tenemos es de justicia, de alimento, medicinas, educación y programas efectivos de desarrollo equitativo. Si se llegara a respetar los derechos humanos, lo que menos necesitaremos serán armas ni métodos de muerte”.

El 4 de noviembre de 1979 comentaba la manifestación del gobierno de Estados Unidos de apoyar a la Junta ofreciéndole ayuda económica y militar en estos términos:

“Más parece que la mejor formar en que Estados Unidos puede ayudar en este momento a El Salvador es condicionando su ayuda a que el gobierno salvadoreño purifique los cuerpos de seguridad […], resuelva satisfactoriamente el problema de los desaparecidos y sancione a los culpables […]. Si no se hacen estos prerrequisitos, la ayuda que Estados Unidos pueda hacernos militarmente solo será reforzando a los opresores del pueblo”.

Pero la denuncia más directa contra el apoyo político, económico y militar mortífero de Estados Unidos a la Junta de gobierno de El Salvador fue la carta dirigida al presidente Jimmy Carter, que Romero leyó en la homilía pronunciada en la Catedral de San Salvador el 17 de febrero de 1980. La lectura fue interrumpida varias veces con atronadores aplausos, que Romero interpretó como muestra de adhesión a su contenido. Tras contar con tan multitudinario apoyo la envió al presidente estadounidense (1). En la carta apelaba a que Carter era cristiano y a que había manifestado su deseo de defender los derechos humanos.

Romero le dice a Carter que, en el apoyo militar y económico del Gobierno de Estados Unidos, no estaría favoreciendo una mayor justicia y paz en El Salvador, sino que agudizaría la injusticia y la represión contra el pueblo organizado. Le recuerda que la Junta de Gobierno, y muy especialmente las fuerzas Armadas y los Cuerpos de Seguridad, recurren a la violencia produciendo muchas más personas muertas y heridas que los regímenes militares anteriores, al tiempo que llevan a cabo una violación sistemática de los derechos humanos, como ya había denunciado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Le informa de que quienes gobiernan realmente El Salvador son los militares, “que lo único que saben hacer es reprimir al pueblo y favorecer los intereses de la oligarquía salvadoreña” y de que, tras el suministro de máscaras de gases y chalecos protectores por parte de Estados Unidos y la instrucción para su manejo contra las manifestaciones, “los Cuerpos de Seguridad […] han reprimido aún más violentamente al pueblo utilizando armas mortales”.

Romero le pide a Carter que, si quiere defender los derechos humanos, “prohíba la ayuda militar al Gobierno salvadoreño” y “garantice que su Gobierno no intervenga directa o indirectamente […] en determinar el destino del pueblo salvadoreño”. Considera injusto y deplorable que por injerencia de potencias extranjeras se reprimiera al pueblo y le impidiera decidir de manera autónoma sobre la trayectoria económica y política a seguir. Y lo argumenta citando el documento de la III Conferencia del Episcopado latinoamericano celebrada en Puebla (México) en 1979, que defendía “la legítima autodeterminación de nuestros pueblos que les permita organizarse según su propio genio y la marcha de su historia y cooperar en un nuevo orden internacional” (n. 505).

Numerosas fueron las muestras de solidaridad con la Carta que llegaron de diversos sectores del pueblo y de la Iglesia, entre ellos religiosas y sacerdotes estadounidenses que trabajaban pastoralmente en El Salvador y varios obispos latinoamericanos que le expresaron su apoyo por dicho gesto de protesta, así como su solidaridad por la destrucción de la emisora archidiocesana.

Sin embargo, la carta fue calificada de “devastadora” por un miembro del Gobierno de Estados Unidos, calificativo que fue respondido por Romero de esta guisa: “No he querido devastar, sino simplemente, en nombre del pueblo, pedir lo que ya gracias a Dios parece ha hecho abrir los ojos a Estados Unidos”. Jimmy Carter le respondió a través del Secretario de Estado, Cyrus Vance, con una larga carta que entregó a Romero el nuevo embajador estadounidense Robert E, White en la que justificaba su apoyo a la Junta porque “ofrece las mejores perspectivas” y afirmaba que “la mayor parte de la ayuda económica será en beneficio de los más necesitados” (2).

No obstante, el secretario de Estado de Estados Unidos afirmaba que “en la ayuda militar, Estados Unidos reconoce desafortunadas actuaciones que ocasionalmente han tenido las Fuerzas de Seguridad en el pasado”. Y dirigiéndose a Romero le manifiesta que “nos preocupa tanto como a Usted que no sea usado ese subsidio en forma represiva y que se trata de mantener el orden con un uso mínimo de fuerza letal”. La carta se refería a la necesidad de un ambiente menos beligerante y de menor confrontación y aseveraba que los EEUU no interferirían en los asuntos internos de El Salvador. Mencionaba, además, la amenaza de guerra civil que ponía como alternativa a las reformas del Gobierno.

Romero dio a conocer un resumen del contenido de la carta de Carter y la valoración de la misma en la homilía del 16 de marzo de 1980, ocho días antes de su asesinato. Le parecía un juicio político discutible decir que la Junta ofreciera las mejores perspectivas porque los hechos estaban demostrando lo contrario. Sobre la injerencia de EE. UU. en los asuntos de El Salvador, el comentario del arzobispo no podía ser más expresivo: “Esperamos que los hechos hablen mejor que las palabras”. Sobre la guerra civil como alternativa a las reformas de la Junta a la que se refería Cyrus Vance como amenaza, Romero creía que tal menaza tendía a crear psicosis, que no había que estar impresionados por una próxima guerra civil y quehabía otras alternativas racionales que era necesario buscar.

Sobre la ayuda militar reclamaba una severa vigilancia “para que no redunde en represión de nuestro pueblo. Y esto es evidente porque la postura de la Fuerza Armada se ha ido, cada vez más, haciendo prooligárquica y brutalmente represiva” (subrayado mío).

La carta de San Romero de América a Carter, su permanente desafío a la arrogancia del Imperio y su denuncia de la complicidad de Estados Unidos en la transgresión de los derechos de humanos, en la represión y la violencia del Gobierno salvadoreño contra su pueblo constituyen, a mi juicio, el mejor y más coherente ejemplo de la “política liberadora del Reino contra la política opresora de cualquier Imperio”, que Pedro Casaldáliga, quizá pensando en monseñor Romero, formulara veinticinco años después de su asesinato:

“Cristianamente hablando, la consigna es muy clara (y muy exigente) y Jesús nos la ha dado: […] contra la política opresora de cualquier imperio, la política liberadora del Reino. Ese reino del Dios vivo, que es de los pobres y de todos aquellos y aquellas que tienen hambre y sed de justicia. Contra la ‘agenda’ del imperio, la ‘agenda’ del Reino”.

Para un mejor conocimiento de monseñor Romero, cf. Juan José Tamayo (dir.), San Romero de América, mártir por la justicia (Tirant lo Blanc, Valencia, 2015).

(1). La carta de Romero a Carter fue publicada en el semanario Orientación el 24 de febrero de 1980.

(2) La carta de Cyrus Vance fue publicada en el periódico El Mundo (El Salvador) el 15 de marzo de 1980.

*Juan José Tamayo es profesor emérito honorífico de la Universidad Carlos III de Madrid. Sus últimos libros son: Hermano islam (Madrid, 2019) y La Internacional del odio. ¿Cómo se construye? ¿Cómo se deconstruye? (Icaria, 2021, 2ª edición).

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