San Salvador matinal

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

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Desde Comala siempre…

 

La materia de la memoria es el olvido.  Proverbio popular 

En náhuat, la lengua indígena hablada al occidente de El Salvador, el-namik, “hígado-encontrar”, significa “recordar”.  “Yo te encuentro entrañable” sería una glosa castellana adecuada para “te recuerdo”.  Su antónimo, “olvidar”, puede expresarse por la simple negación o por “el-kawa”, “hígado-perder”.  “Te olvido” se glosa “no te encuentro entrañable”, o “te pierdo entrañable(mente)”.  El hígado, órgano de la memoria, retiene del pasado lo que “encuentra entrañable” y “pierde lo despreciable”.  F. V. T.

Mientras el avión aterrizaba en la pista de Comalapa, con curiosidad observaba el paisaje verde, fragmentado a la derecha, y el mar casi sin oleaje a la izquierda.  A la vez, revisaba el poema del portugués Fernando Pessoa que recién había traducido:

Navidad

Nace un Dios.  Otros mueren.  La Realidad

Que no viene ni se va: un cambio de Error.

Conservamos al presente otra Eternidad,

Y siempre lo Pasado fue mejor.

Ciega, la ciencia trabaja en el suelo inútil

Loca, la fe vive el sueño de su culto.

Un nuevo Dios es una palabra —o un nuevo sonido.

No busco ni tampoco creo: todo está oculto.
(¿1922?)

Al salir de inmediato tomé un taxi hacia la capital.  Le pedí que me condujera hacia uno de los barrios más lúgubres de la ciudad.  Caía la noche.  El trayecto era largo y la oscuridad opacaba los colores de la vegetación.  Subía por cerros empinados y montañas que obligaban a la carretera a sesgarse hasta adquirir formas retorcidas y tortuosas.  Así anticipaba que dilucidaría el motivo de mi viaje luego de tantos años de ausencia.

Al llegar al desvío hacia San Jacinto y al centro, noté que el taxista seguía de largo como si a propósito ignorase la advertencia de conducirme hacia el centro, esos barrios dilapidados de la ciudad.  Ante mi reclamo insistente, el chofer arguyó.

—No puedo llevarlo ahí a estas horas.  Una persona de su tipo se merece hoteles de mejor calidad.

Casi ninguna prenda de mi indumentaria denunciaba mi origen, salvo un blazer azul que cubría una camisa blanca a rayas negras y la cual, al combinarse con unos jeans oscuros recién teñidos, daban el aspecto de traje impecable.

—Quizás porque Ud. no es de aquí no sabe a lo que se expone, continuó el taxista.

Al detenerse frente al primer semáforo, me bajé intempestivamente cargando a hombros la pequeña mochilla que llevaba de equipaje.  Le extendí un billete de veinte dólares y me dirigí hacia un restaurante cercano, Rancho Navarra, que se alzaba en la cima de una loma.  Era una lujosa construcción en palma entretejida cuyo techo inclinado descendía en picada hasta unos tres metros de altura.

Como esos edificios que sólo se alzan en el trópico, carecía de paredes y puertas.  Mesas y sillas de madera albergaban a los comensales que comían con afán platillos que un oriundo del país reconocía por su olor y apariencia, pero no provocaban mayor alusión en un extranjero: pupusas, unas tortillas de maíz rellenas y cocidas a la plancha, col curtida en vinagre de alguna fruta local, un tubérculo de pulpa blanca llamado yuca, ceviche de pescado, etc.  Olía también el inconfundible vaho de la cerveza.

En el estacionamiento percibí un taxi el cual abordé en seguida.  Ya casi había olvidado el distintivo de su colorido, un amarillo brillante.  El pequeño vehículo dobló en sentido contrario al de la autopista a Comalapa.  El automóvil bajó hacia una avenida que desembocaba en Montserrat, nombre catalán cuya razón ignoraba, hasta llegar a unos multifamiliares, edificios de apartamentos reducidos que alojaban a miles de habitantes en un perímetro minúsculo.  El hacinamiento caracterizaba el espacio urbano.

Ahí giró hacia el Modelo.  Me llamó la atención una mujer con un enorme canasto lleno de pan cuyo color casi bronceado por el horno rimaba con su piel y, a su espalda, armonizaba con el anuncio dorado de squirt que cubría una precaria construcción en lámina.  A su puerta asomaba una niña de unos diez años quien adivinaba en la vendedora de pan su implacable futuro.

Por calles angostas y pobladas de transeúntes, el taxi atravesó Candelaria, una esquina de restaurantes baratos, fritangas y músicos a precio, hasta alcanzar un paso a desnivel que conducía al centro, a la catedral metropolitana.  Me dejó a la entrada de un hotel de paso, a unas cuantas cuadras al sur del santuario, por el Barrio San Esteban.

De reojo, antes de entrar al hotelucho, entreví la figura de un borracho que vomitaba a mares contra un edificio cercano.  Sin asco, pagué el importe del taxi y soné el timbre para llamar la recepción.  En seguida, me abrieron una verja verde oscuro, no sin antes cerciorarse de que ningún intruso merodeaba cerca de la entrada.  Eché otro vistazo y sólo observé de nuevo al borracho que ahora orinaba en la acera, el ruido de música chillona que brotaba de negocios vecinos, vendedores ambulantes, y una que otra prostituta que sin mayor gala se asomaba a la puerta de un cuchitril desvencijado.

Me instalé en un cuarto al final de un patio abierto.  Si el corredor sin techo me salvaguardaba de los malos olores vecinos, el cuarto al fondo me protegía del ruido contiguo.  Lo observé con cuidado antes de pagar.  Al menos había una cama grande con sábanas limpias, baño privado y ventilador.  El recepcionista no dejó de fruncir el ceño cuando le extendí el importe por un par de noches.  Casi nadie permanecía en ese lugar más de un par de horas.  Pero con gusto aceptó el pago por adelantado y la propina que le extendía al rechazar el cambio.

Salí un instante a una tienda vecina.  Compré agua mineral, limón y alguna chuchería para calmar el hambre de esa noche.  Al regresar al cuarto, mientras comía sin gusto, ordenaba los papeles que habían motivado su viaje a ese confín citadino.  En una carpeta amarillenta guardaba copia de un largo correo electrónico que me informaba la desaparición de un amigo de infancia cuya búsqueda provocara el viaje.  Fortunato Velado Taddei asentaba el pliego al final.  Lo acompañaban varias fotos con nombres de mujeres escritos a mano en la parte inferior: Margarita, Bebita, etc.  Además, había copias de cartas en papel membretado.  Uno en inglés rezaba Theosophical Society, otros Archivo General de la Nación, Hemeroteca Nacional, Biblioteca Especializada de Museo David J. Guzmán, etc.

Los volví a guardar en la carpeta, me desvestí y me dispuse a dormir.  Antes de arreglar la ropa en un diminuto colgador a manera de ropero, encendí un palillo de incienso para disipar todo mal olor vecino y me coloqué tapones en los oídos contra el ruido de la música.  Me eché a dormir.  El día siguiente comenzaría la pesquisa, huella tras huella, del amigo desaparecido.

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